DAVID CASTAÑEDA ÁLVAREZ
En el Canto XII de La Odisea sucede una de las escenas más emocionantes de la obra. En éste, Odiseo sabe, orientado por Circe, que pronto atravesarán la zona donde habitan las Sirenas. Conoce que su dulce canto puede conducirlo a la locura y la muerte, y es por ello que ordena a su tripulación que lo amarren al mástil.
Cuando llegan a ese lugar, aquellos seres comienzan a llamar a los navegantes quienes, seducidos por su voz hechizante, se arrojan por la cubierta y caen, uno a uno, en las garras de tales monstruosidades. Cabe recordar que las Sirenas, en tiempos del poeta Homero, se concebían como seres con cara y torso de mujer en una de sus mitades, mientras que en la otra mitad tenían alas y cola de ave. Sería en la Edad Media que se representarían con colas de pez.
En el episodio homérico, Odiseo advierte a las Sirenas y, para no escuchar ni su voz ni su canto, amasa dos pedazos de cera y se los coloca en los oídos. Hace lo mismo para el resto de la tripulación y sólo así logran sortear aquel peligro, no sin lamentarse por su falta de pericia en ese momento.
¿Qué hubiera pasado si el héroe en realidad hubiera deseado escuchar el canto de las Sirenas? Esta misma pregunta se la hizo el mexicano Julio Torri en 1940. Su respuesta la escribió en un maravilloso texto, incluido en su libro De fusilamientos que, en mi opinión, es un inmejorable ejemplo de lo que Enrique Vila-Matas ha denominado “literatura portátil” y que condensa una época con una visión de mundo a veces trágica, otras, pesimista. Aquí el poema:
A Circe
¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas.
¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.
Esa es quizás la peor de las suertes. Quien no busca ni gloria ni fama, ni regresar a una Ítaca imaginaria, quien va resuelto a perderse en un océano de monstruos hechizantes, no encuentra resolución en ningún lado. El Odiseo de Torri es un Odiseo moderno, melancólico y salado, náufrago permanente, perdedor incluso en la hora de morir.
No obstante, las Sirenas de Torri huelen la temeridad y la zozobra de Odiseo. Es probable que le teman. No cantan para él porque no lo quieren en sus aguas. Porque las Sirenas representan, en una de sus lecturas, la frivolidad del canto; es decir, el hechizo de un mundo artificioso. ¿Para qué querrían a un melancólico como ése?
En el episodio de Homero encontramos la representación del hombre que, en la búsqueda infatigable de sus objetivos, logra sortear embrujos y dificultades para llegar a casa, o en el mejor de los casos, para conocerse a sí mismo.
En el texto del escritor mexicano advertimos el destino del hombre (pos)moderno, siempre insatisfecho y consciente de su destino cruel, que no halla sosiego en ninguno de los finales posibles. Aunque tal vez esa sea su mayor hazaña: su irreductible resolución a ser –o no ser– nada, el viaje en sí mismo, aun con el peligro de sus cantos.
Nos leemos después.
Herbert James Draper, Ulysses and the Sirens (1909).