J. LUIS CARVAJAL
A diferencia de muchos colegas míos, que sólo leen poetas muertos, yo prefiero a quienes aún viven y escriben, precisamente porque los leo al margen de su eventual (in)trascendencia. Hay excepciones, claro, aunque relativas: cuando leo a Luis Alberto Arellano (Querétaro 1976-2016), tengo la invencible certeza de que está vivo, quizás porque su deceso fue prematuro o porque aún vive y es celebrado por sus contemporáneos. “Es el poeta más grande de su generación”, decía mi novia para aludir a su corpulencia física. Y luego agregaba, “y también uno de los más contagiosos”. Así lo demuestra la reciente realización del festival independiente Pasaporte Colectivo, que se realizó en Querétaro para homenajear su memoria: la herencia de un poeta que también fue traductor, ensayista, editor, crítico e historiador literario, con una consciencia poética abrumadora y un sentido del humor tan punzante y gélido como un bisturí.
Estas cualidades se magnifican en su último poemario, Grandes atletas negros (2014), editado por Luzzeta: un libro de pasta dura y magnífico diseño, compuesto por cuatro poemas de distinto formato y tamaño. El primero, “Five thousand Dollars” aglutina treinta y un fragmentos, elaborados a partir de enunciados (casi) familiares: ésas que acompañan, como ruido de fondo, nuestro devenir en la modernidad. Es divertido imaginar al poeta rumiando maliciosamente las instrucciones de uso, las frases de autoayuda, los manuales de urbanidad antes de metamorfosearlos mediante astutas manipulaciones lingüísticas, y acuñar con ellos sentencias que se enlazan en secuencias impredecibles y no pocas veces macabras. “Tú no existes. / … / Tu nombre en una lista. / Tu cuerpo, en partes, en otra”. O bien: “No consulte nuestra política / de privacidad. /… / Las costillas colapsadas / es una forma de recordar / los secretos del mundo”.
Por el contrario, el segundo poema, “A martillazos se puede saber lo que sea”, es un largo párrafo en prosa, sin puntos ni comas, que podría leerse como un manifiesto poético en tono irónico: “Esto no es un poema es un cuerpo experimental una ración de guerra un tiburón hembra y su cárdena senda”, escribe al comienzo antes de desbordarse y desbordarnos con un alud de imágenes que se enlazan con ritmo vertiginoso y desesperado, casi asmático: “esto no es un poema es una cabeza de hydra es un fogonazo a mitad de la noche es un lémming buscando la salida de emergencia”, escribe Arellano y su proliferación de imágenes parece sugerir que el poema no es (o no debe ser) sino la búsqueda de lo indecible mediante un incansable asedio verbal.
En contraste con estos textos (radicalmente experimentales), el tercer poema tiene un carácter más narrativo. “Lo que un hombre debe aullar antes de lanzarse al vacío” está dedicado a Mayakovsky, el poeta ruso que se suicidó a los 36 años con un balazo en el corazón, al que Arellano imagina de niño, entre la nieve, al lado de su padre el guardabosque, con las mejillas rosadas por el frío. “Vladimiro estudió primeras letras con su madre. / Madre enseñaba lo que debía saber un ruso. / Mejillas sangrantes por mundo que lo rodeaba”. Un texto conmovedor que nos predispone al despiadado poema final: “Piezas ocultas de un combate secreto contra el mundo”, un texto donde Arellano retoma el propósito inicial del libro: develar del absurdo que se disimula detrás de nuestras ideas preconcebidas. “Hemos preparado un grand finale / mezcla de funeral vikingo y celebración de quince años”, blasona antes de rematar, lacónico: “El aire acondicionado se cobra aparte / y la sensación de pérdida viene en trozos pequeños con nombre de diosa griega”. Y nosotros, sin entender del todo, no podemos sino estar de acuerdo.