Adso Eduardo Gutiérrez Espinoza
¿Cuánto tiempo dura un duelo? Eso me preguntaba cuando volví a soñar con mis muertos, y también con mis vivos. Soñé que lloraba a Huesos, mientras me bañaba, y después entraba Emilio para actuar de una manera divertida para animarme. Emilio ya tiene un poco más de fallecido, ambos perros crecieron juntos, aunque ya no tuvieron la oportunidad para verse y conversar sobre sus cosas de perro. No obstante, creo que en algún espacio ya se encuentran juntos. Emilio actuaba como tonto para que yo riera, cada vez que tenía un bajón; ahora, en este sueño, aparecía él orinando en la regadera. Después, detrás de la puerta escuchaba a mi madre, que decía que mis abuelas (muertas) querían hablar conmigo.
—¿Por qué el dolor es más constante cuando pienso, por ejemplo, en Huesos y en ti —le pregunté a Emilio, sólo me miró y ladró para que lo cargara, lo hice y me mordió la nariz (él lo hacía para molestarme, sabía que no me gustaba y aún así le importaba un carajo)—, grosero.
Le miré a los ojos y le escuché, decía algo como que el dolor es más claro cuando se trata de seres a quienes realmente valoré, además de que haya habido un vínculo mucho más profundo. Le miré, pero luego escuché que mi madre decía que mis abuelas se preocupaban, más allá de que el dolor estuviera presente; ella insistió en que sabían exactamente qué me pasaba, desde hace unos meses. También, mis padres lo sabían, no la versión onírica, mis mejores amigos y mis nuevos amigos. Pero le dije a Emilio:
—No estoy bien, Cuquito, parece que todo ha caído en picada para enseñar el cuchillo entre los dientes.
Emilio me miró y ladró para que lo baje. Luego, ladró para que lo siguiera y ese baño se volvió la cocina de mi hermano. En una esquina había el refrigerador y, bueno, lo demás es una historia que había entre nosotros: Emilio me pedía darle una salchicha, que había en el refrigerador (caí en la cuenta que, desde su muerte, ya no hay más salchicha y solo jamones insípidos); fue hacia la sala (el baño ya había desaparecido y yo tenía ropa) y se sentó mientras tomaba la salchicha con sus patitas delanteras, y yo le acompañaba con una salchicha.
Luego, le pregunté cómo estaba y me “sonrió” a su manera. Le conté que aún me dolía las partidas de ellos, de los humanos y los caninos; aunque me causaba más dolor un tema del presente, hacia dónde voy o cómo estaré en unas semanas. Después, sentí la mano cálida de mi abuela paterna, también otra muerta, y me dijo que había escuchado todo, que estaba enterada y, al mismo tiempo, no sabía qué decir, pero: “Al menos ya te defiendes”.
Emilio se terminó su salchicha, se subió sobre mí y su peso me derribó (nunca supe cómo le hacía para derribarme, siendo él un perro salchicha y yo un sujeto de 1.80 m). Me lamió la cara y ahora estaba mi abuela materna, con su mirada comprensiva y empática: “Estarás bien, son tropiezos”. Al menos soy un poco más inteligente. Más de defensa.
Atrapé la lengua a Emilio, odiaba que hiciera eso, no sé qué tanto, no sé si igual a cuanto odiaba que me mordiera la nariz —aunque siempre supe que era un gesto de afecto.
Luego, Emilio se paró y se hizo a un lado. Pensaba que en algún momento aparecería Huesos, con su blancura resplandeciente, pero no fue así. ¿A dónde habrá ido? Mi abuela materna: “Ella vive siempre estará contigo, como todos nosotros”. Mi abuela paterna, con su honestidad: “no es tiempo de volverse una Magdalena, es tiempo de que te levantes y te pongas los guantes de box”.
¿Guantes de box? Si yo nado.
Gracias por calentarme el corazón ahora que hace tanto frío.
Que relato tan íntimo y tan bonito.