
ÓSCAR ÉDGAR LÓPEZ
Todos los animales me resultan fascinantes: la elegancia de los patos en el arroyo, la colosal lozanía de un cangrejo en los peñascos, la urgencia del conejo, la soberanía de un lagarto, el poder del insecto, el infinito amor del perro, la ternura de las cotuchitas en mi ventana; pero los gatos me doblegan, caigo irremediablemente seducido por su mirada hechicera, me conmueve siempre la patita sobre mi panza, el ronroneo cómplice de un amor que se comunica en increíbles poses yoguis al dormir. Que me caigan muy bien los gatos no quiere decir que apruebe lo que, como especie, les hayamos hecho a ellos y a todos los demás: esclavizarlos y “usarlos”. Los animales de granja emanan una tristeza insoportable, el jumento explotado a punta de fusta, la yegua llevada al límite de su carrera, el cerdo alimentado con despojos; los de zoológico privados de la lozanía del paisaje, condenados al capricho humano de “servir”. Por ello una especie como el gato doméstico es doblemente fascinante, por sus atributos estéticos y por su incondicionada testarudez que los hace casi libres, casi salvajes y no han sido por completo dominados por el ser humano. Las calles del pueblo en el que vivo están llenas de gatos ferales, adoptar uno o dos y darles vida de mascota tampoco supone gran dignidad, pero al menos se colabora un poco en paliar el sufrimiento de esos seres vivos a quienes las personas doblegamos y convertimos en otro más de nuestros “fetiches”.
El ser humano ha representado animales desde siempre, lo ha hecho para distanciarse de ellos y al presuponerse superior, dominarlos; también con una profunda envidia disfrazada de respeto, pues el animal vive, es en el presente y no dobla la realidad para hacerla habitable, mientras que el ser humano sí ha creado otro que es palabra y pensamiento y en esa multiplicidad dualista ha cosechado también su autoaniquilación, pues entre tanta idea, clasificación y taxonomía, ¿qué es el humano?: un animal enfermo, el más inútil, el más desdichado. Delfines y pulpos en Micenas, tótems de Norteamérica, perritos prehispánicos de Colima, el universo de Francisco Toledo. Los gatos domésticos gozan de gran relevancia en la representación artística. En Egipto, Bastet degolló a la serpiente del inframundo, Manet se vale de la vigilancia felina para ponerlo alerta a los pies de Olimpia, Velásquez lo coloca entre sus pares humanas en la pintura Las hilanderas, Louis Wain los soñó eléctricos en su frenesí esquizoide, Leonor Fini y Carmen Mondragón adoraron su sensualidad simbólica y su libérrima actitud ante la opresión y la subordinación masculina. Al gato suele emparentársele semánticamente con la mujer y también la etología ha determinado que ellos prefieren la presencia y cercanía de ellas. Es común encontrar en el arte que representa a estos felinos su estrecha relación con la mujer. La, supuesta, complicidad con las brujas, por desgracia, les valió tiempos desgraciados.
Oliver Esquivel Morales es un artista gráfico y pintor que ha realizado representaciones caninas y felinas. Trabaja con maestría la mezzotinta, técnica especialmente caprichosa y difícil de conquistar. En la pieza que acompaña a este texto Morales recurre a la dupla clásica: mujer-gato, la imagen aparece en alto contraste, en esta técnica de grabado se trabaja desde la sombra invocando con el bruñidor los destellos de luz que dan cuerpo a las formas, minino y dama poseen una expresión de insuperable empatía, el animal retoza en su pecho con la confianza de un niño y ella ostenta un gesto orgulloso de aceptación y cariño. Los valores tonales de la pieza remiten a un tratamiento clásico de la composición y la escena hace pensar que el momento fue un instante capturado por la mirada también gatuna del artista. Eso es todo y ¡miaaauuuuuu!
Autor: Oliver Esquivel Morales
Técnica: Mezzotinta sobre papel algodón
Dimensiones: 20×30 cm
IG: @oliver_esquivel_morales