Marifer Martínez Quintanilla
A inicios de este año me encontraba en Monterrey. Fui de visita en diciembre para ver a mi familia, mis amigos y también, de alguna forma, descansar de todo el estrés y frustraciones acumuladas de los últimos meses del 2022. Un día antes del vuelo, estaba seleccionando los libros que necesitaba releer para la tesis, los artículos que tenía que empezar a consultar, las novelas y cuentos que me quedaban por leer. Más de una persona me dijo que no llevara libros, que era válido descansar y disfrutar del tiempo que tendría en casa. Además, en mi librero de México tengo aún muchos libros que podían hacerme compañía ese tiempo.
Así que hice caso. Sólo llevé conmigo una novela muy corta que empecé y terminé en el avión, La mujer desnuda, de la escritora uruguaya Armonía Somers. Había leído su novela en la licenciatura, pero no tenía el libro. Semanas antes de volar a México vi que la editorial Páginas de Espuma publicó un libro maravilloso —y enorme— de su obra completa. A falta de espacio, tiempo y dinero para comprar dicho libro, opté por pedir y comprar la novela corta que ya conocía.
Quienes la conozcan, sabrán que es una novela febril, surreal, onírica en su máxima potencia. Tres días después de mi llegada a Monterrey, caí con una fiebre e infección respiratoria que me tuvo en cama diez días. Todas las imágenes de La mujer desnuda se precipitaban velozmente sobre mí. Una siempre piensa que estando enferma, porque te obliga al reposo, se va a poner a leer; la verdad es que no. Yo no puedo leer cuando estoy así de enferma, la cabeza, el cuello y el cuerpo entero me lo impiden: con el dolor, la fiebre, los sueños que parecen más alucinaciones, no se puede leer una palabra. No se entiende ni una coma. No se saborea nada.
Mi estancia en México era, inicialmente, de un mes; pero con las secuelas respiratorias que me quedaron terminé cambiando el vuelo. Dos meses me quedé en Monterrey, en casa de mis padres, con mi librero a la mano. Y confieso que no leí prácticamente nada.
No sólo porque estaba consiguiendo trabajo (freelance) a como diera lugar, y tratando de encajar todos los espacios disponibles para ver a mis amigos, y verlos por lo menos más de una vez. Me quedé atrofiada en gusto lector. Yo lo nombro así, paladar lector. Es como tener la boca seca y comer algo y que nada te sepa bien. Sin sed o antojo es difícil disfrutar algo. Y me pasó con la lectura. ¿Ensayo? No, gracias, fueron meses de ensayos, artículos, teoría; ¿novela? tampoco, no quiero —ni puedo— leer algo tan largo; ¿poesía?, bueno, de poquito a poquito, pero no le sigo mucho el hilo; ¿cuento?, meh, no quiero algo tan corto. De diciembre a marzo, leí sólo seis libros: Francisco. Canto de una criatura, de Alda Merini (Vaso roto), releí Una señal del cielo, de José Javier Villarreal (Universidad de Concepción), Ya no tengo fuerza para ser civilizada, de Iveth Luna (UANL), Catedrales, de Claudia Piñeiro (Alfaguara), Ciudad de la memoria, de José Emilio Pacheco (Ediciones Era) e Historia del arte, de Dana Arnold (Alianza). Tres los leí en México, tres en Madrid. En febrero había iniciado en un vuelo Se está haciendo cada vez más tarde, de Tabucchi, y lo dejé suspendido hasta el verano. Me pasa que esto puede ser cíclico, casi que lo tengo medido en el año: mi paladar lector se atrofia, se satura o se queda con un sinsabor.
Sé muy bien lo que me gusta, qué géneros prefiero (cuando hablar de género es posible), qué temas me obsesionan, me interesan, me relajan. Pero hay veces que no hay cómo darle vuelta, tal vez porque la cotidianeidad y su peso de plomo logra atravesarse entre mi mirada y las hojas de los libros, obstruyendo hasta el acto más simple e íntimo de mi día, la lectura.
Y no sé qué es peor, si el atrofio que lo pienso como una distrofia muscular, en la que el músculo u órgano pierde movilidad, volumen y actividad y termina por quedar inerte. O tal vez sea la saturación como un empache, similar al que de pequeña me impidió seguir comiendo caldo de red que era mi favorito. Leo tanto sobre lo mismo (tema, estilo, en lengua) que se siente como si se repitieran discursos, ideas, y soy incapaz de ver nada nuevo allí donde he elegido leer sobre lo mismo. No lo disfruto porque veo el camino y la salida desde que abro la puerta del libro y, así, no hay gracia. Pero tal vez sea el sinsabor lo peor. Es decir, la máquina lectora y degustativa marcha bien, funciona: las estructuras se leen, se entienden; las metáforas se identifican y comprenden; las aliteraciones se oyen; las imágenes se ven y, sin embargo, no hay ni un mínimo asomo de gozo.
Usualmente me ocurre que ese sinsabor lector se permea en un sinsabor de la vida.