ENRIQUE GARRIDO
La ciencia llegó a la conclusión que la sabiduría popular nos había decretado tiempo atrás: existe una entrada secreta al corazón, y la llave no son los poemas de Jaime Sabines. Un grupo de investigadores de la Universidad de Drexel, en Estados Unidos, mientras buscaban los efectos que provocan en el cerebro las dietas, encontraron que las mujeres responden más y mejor a los estímulos amorosos y románticos cuando tienen el estómago lleno, al menos así consta en un estudio publicado en la revista Appetite.
Olviden el toloache, o el agua de calzón, brebajes que sólo reflejan nuestro nivel de inseguridad frente a la musa, o el muso (crush como diría la chaviza), pues las señales telepáticas se reciben mejor con la panza satisfecha. Ahora que lo pienso, quizá mis mayores fracasos amorosos se deban a primero recitar el poema antes que el menú. Sí…voy tres bocados atrás en la vida. En un mundo con tanto calor y sin agua, el amor necesita algo más que bonitas palabras, y la comida es una necesidad básica. Si ven complicada la relación, o imposible el beso, siempre recuerden lo que decía el buen Aldous Huxley, “un hombre [persona] puede ser un determinista pesimista antes del almuerzo y un creyente optimista en la libertad de la voluntad después de él”, así que primero cuide su preciosa pancita.
Volviendo con el estudio, la autora del mismo, Alice Ely, señala cómo los resultados desafían las convenciones de este tema, pues se pensaba que los estímulos eran más grandes cuando tenemos hambre, pues, los relacionados con el amor y la comida activan la zona de la recompensa; sin embargo, no es así, por lo que afirma “en este caso, son más sensibles después de comer». No sé si esté relacionado, pero a mí me da el mal del puerco (o del jabalí, que es más salvaje), y no pienso en otra cosa que no sea mi café, aunque, por otro lado, las negociaciones que he tenido después de comer suelen ser exitosas, por lo que no descartaría que una buena comida nos deja bien estimulados.
Cabe señalar que estamos hablando de comida, aunque esta investigación también señala la relación que existe con las imágenes románticas, pues, de acuerdo a la autora, “el patrón de respuesta fue similar a la activación que se produce al visualizar alimentos altamente apetecibles». Así, cuando nos dicen que nos quieren comer, podemos sentirnos sensuales, ya que hay una base neuronal que lo soporta, salvo que uno platique con caníbales, en cuyo caso recomiendo salirse de la relación antes de entrar en el menú. La verdad siempre me he preguntado si yo tendría buen sabor, dado que soy como esos pollos flacos, “más hueso que carne” dirían las abuelitas. Me falta carne para honrar aquel verso de Rafal Alberti de “Y con los huevos, lo que más quisiera/tan buen jamón de tan carnal cochino”, además de amargado por la vida y el café.
La importancia de la comida en nuestras vidas va más allá de las relaciones entre amorosos que nomás callan, pues también se mueve en un nivel simbólico y cultural. Un ejemplo son los fideos largos en Japón, los cuales simbolizan una vida larga y próspera. Aunque no hay que ir muy lejos, pues basta pensar en nuestras familias, y esa sazón amorosa de los abuelos o padres, ese sabor nostálgico que nos transporta en el tiempo al primer bocado, a la infancia, al barrio. Tampoco olvidemos el gran número de familias que cuentan con recetarios propios, los cuales se mantienen gracias a prepararlos y compartirlos, honrando nuestras raíces y legado familiar.
Al final, comer nos da más que horas de vida, también dictamina nuestro estado de ánimo, nuestras relaciones amorosas y la posibilidad de imaginar un mundo mejor, o, en palabras de Oscar Wilde, «entre el optimista y el pesimista, la diferencia es graciosa; el optimista ve la rosquilla, el pesimista ve el hoyo». Y me voy, porque se me hace un hoyo en el estomago y no quiero estar de malas en la siguiente entrega.