SARA ANDRADE
Entrar a la casa de una persona es uno de los pocos contratos tácitos que todavía te pueden llevar a la muerte si los incumples. La ley de Texas, por ejemplo, te permite matar a un bandido si ha entrado a tu propiedad y no sufrir represalias más que las de usar imprudentemente un arma o, todavía más grave, interrumpir la paz de las barbacoas de los vecinos. En un mundo donde la propiedad privada impera sobre el resto de los derechos humanos es peor que un pecado pedir posada y no respetar las idiosincrasias de la casa a la que vas.
Dentro de mi larga rutina ya de confesar mis peores pecados en esta columna, debo reconocer que muchas veces he tenido que entrar a la casa de mis vecinos para sacar a mis gatos metiches de sus patios. Defiendo mi intrusión criminal al explicar que, de otra manera, mis gatos ocasionarían más destrozos si los dejo andar con libertad dentro de una casa que no es la suya, pero vuelvo a caer en la confesión al reconocer que cada vez que lo tengo que hacer, lo hago con mucho gusto.
Es la excusa perfecta para meter mis narices donde nadie me llama y para observar con ojo abierto y delincuente la vida de otras familias. La última vez que tuve que cometer una de estas intrusiones fue porque mi gata decidió saltar al techo de mis vecinos y no pudo saltar de regreso. Así que suspiré y negué con la cabeza, como para que todos se dieran cuenta de lo poco que quería hacer y de lo arrepentida que estaba de cometer un allanamiento de morada.
Agarré a mi gata casi inmediatamente, pero me tomé el camino largo para visitar todo su piso de arriba, asomarme hacia el patio del primer piso, asomarme al cuartito de los trinches, imaginarme a mí misma viviendo ahí, en lugar de mi casa, preguntándome qué buscaría en mi propia habitación, que me llamaría la atención.
Cuando entro a la casa de otras personas (de manera completamente legal, vampírica; porque me abrieron la puerta y me dejaron pasar) el allanamiento de morada se vuelve espiritual. Observo sus baños, su cocina, la forma en la que los sillones se han desgastado por el paso de los años y me imagino que vivo ahí con ellos, tomándome muy en serio lo de “mi casa, tu casa”, como un fantasma; no porque haya muerto consumada por una gripe sin cura, sino porque no hay nada que me guste más que imaginarme otra vida.
Me pregunto ahora si María se imaginó lo mismo en el pesebre en el que tuvo a Jesús. La tradición popular dice que ella no era pobre y que tenía una casa a la que llegar junto con José, así que me pregunto si, al compartir cama con la paja y las vacas y las ovejas, se imaginó así misma como un animal de granja, inmune al trajín de la existencia humana. Me pregunto también si yo la perdonaría tan fácil si la viera un día en el patio de mi casa, tomando el camino largo, para luego desaparecer por el techo, con un gato entre las manos.