Adso E. Gutiérrez Espinoza
Pienso en la Muerte como una vieja amiga, con la que puedo sentarme a conversar y entender qué es la vida o cómo se ha ido desarrollando. La pienso como una narradora, o una poeta, que ha vivido tantas historias, o escuchado tantos relatos de hombres, mujeres, plantas e incluso animales. ¿Qué historias sabrá, cuántas veces ha tenido en su regazo a seres vivos cerrando sus historias?, ¿cómo habrá visto esos ojos vidriosos, hundidos, abiertos, recubiertos por dolor, extrañeza (o ambos) o incluso felicidad?, ¿cómo vivirán esos seres la conclusión de ese proceso, que no el término fatalista que muchas culturas le han querido dar?, ¿qué sentirán aquellos que murieron sin un círculo cercano, no necesariamente familiar?, ¿qué será de aquellos que hicieron mal y fueron abandonados; de aquellos que hicieron bien y fueron abandonados?, ¿qué será de quienes vivieron un chispazo y la vida se les fue, sin siquiera haber probado, por ejemplo, el sabor de un chocolate calientito, el abrazo de una pareja o de los hijos?, ¿qué será de esos criminales que robaron las vidas de otros, cómo morirán? Tantas historias, tantos poemas, tantos sueños.
La pienso como esa amiga, con la que puedo hablar cuando me derrumbo por los embates de la vida, los problemas de salud, la violencia laboral, los sueños rotos y las enfermedades; a quien le puedo decir, sin miedo a la burla, que este dolor no termino de entender, no termino de saber si lo que tengo es todo lo que soy o que los embates son parte de lo que me tocó vivir. Vuelvo a ella para pensar a la vida, como vuelvo a la vida para pensar en la Muerte. La pienso como esa amiga, que está y a veces su humor sardónico se vuelve un abrazo, un beso y unas buenas palabras. Aunque, a veces, creo que los católicos somos bastantes peculiares con el tema de la Muerte, barrocos y en momentos exagerados, por el temor a la propia Muerte, o el miedo a que no haya tierra prometida después de este valle de lágrimas. ¿Habrá tierra prometida? Creo que es un misterio que se descubre cuando el telón de nuestra representación caiga sobre nuestras cabezas.
Pero ¿qué pasa para quiénes nos vayan a sobrevivir?, ¿cuál es el valor que tenemos para ellos?, ¿seremos tan significativos? Pienso en las muertes de mis abuelos, que ahora son el polvo del aleteo de palomillas, y de Huesos, que aún es fresca. Pienso en el dolor de su ausencia, pero después, finalmente, recuerdo cada momento, cada experiencia y el tiempo que nos brindaron en vida. El tiempo, lo que haya sido. Y ese vacío, ese silencia de su no-existencia, se convierte en un soplido de alegría, de felicidad, de sueños. De amor. Pensar en mis abuelos no es doloroso, dejó de serlo; pensar en Huesos, Emilio, Pico, Herón, Rigoberta, la Chata, Robin, Misha, Arnoldconejonegger y Renata… en todos esos miembros de otras especies que se incorporaron a mi familia, en cada uno de ellos, que son bastantes, y cada uno les agradezco (se me escapan sus nombres, pero no sus recuerdos). Por su tiempo, por sus juegos. Pienso que, detrás de esa ausencia falsa, hay un polvo de palomillas que me hace sentir una inmensa alegría. ¿Qué habrá sido de mí si mis muertos no hubieran estado en vida?
Por eso, pienso a la Muerte como amiga: siempre me recuerda que el dolor puede usarse para continuar, para vivir. El dolor como potencia para cumplir objetivos, el dolor como una etapa que viviremos, de distintas maneras. Pienso en la Muerte como un eterno recordatorio sobre las delicias, los portentos, los derroteros y las oscuridades de la vida. Pensarla es pensar en la vida, en nuestros muertos y en nuestra humanidad.