FROYLÁN ALFARO
Querido lector, supongamos que estás soñando, como en esas ocasiones en las que el sueño parece tan vívido que, al despertar, dudas por un momento de lo que es real. ¿Cómo podrías demostrar que no sigues soñando? Incluso si pellizcarte parece una prueba sólida, ¿cómo sabes que el dolor no es parte del sueño? Es decir, no es tan difícil desafiar la validez de lo que damos por sentado.
¿Cómo sabemos que todo es real? No me refiero sólo a este momento en el que estás leyendo, sino todo: tu vida, tus recuerdos. Quizá parezca una divagación pasajera, pero son ese tipo de preguntas las que han marcado un punto de inflexión en la historia de la filosofía, en este caso específico sobre la búsqueda de la certeza.
René Descartes, filósofo y matemático del siglo XVII, se enfrentó a una inquietud similar. En un tiempo en que las ciencias apenas se emancipaban de la religión y las viejas certezas se veían cada vez más débiles, Descartes decidió dudar de todo. Literalmente, de todo. En sus Meditaciones metafísicas, imaginó un escenario radical: un “genio maligno” que podría estar manipulándolo, engañándolo sobre todo lo que percibía y creía. Quizá el mundo no existía, quizá su cuerpo tampoco, y tal vez incluso sus pensamientos eran fabricaciones ajenas. ¿Qué quedaba entonces?
Hagamos el mismo experimento mental que Descartes, para ello sólo necesitamos imaginar con mucha fuerza que todo lo que creemos conocer es una ilusión. Que el sol que ves brillar, incluso tus recuerdos más queridos, no son más que trucos elaborados por un ser todopoderoso cuyo único propósito es engañarte. El genio maligno es esa hipótesis: un ser supremo capaz de manipular nuestras percepciones, haciéndonos creer en un mundo que no es real.
El gran logro de Descartes no fue simplemente sembrar dudas, sino encontrar un refugio en medio de ellas. Pues ante esas dudas hay una certeza que se presenta con fuerza: estamos pensando, aunque sea en nuestras propias dudas. Puedo dudar de que exista el mundo o incluso de que exista mi cuerpo, como en un sueño, pero aún en ese caso hay alguien que sueña o duda. Entonces, debemos de existir al menos como seres pensantes. De ahí la famosa frase “Cogito, ergo sum” (Pienso, por lo tanto existo).
Podemos trasladar esta idea a nuestras propias experiencias. Imagina ahora que pierdes tu celular, ese pequeño dispositivo que parece contener gran parte de nuestra vida. Al buscarlo desesperadamente, te das cuenta de cuántas cosas asumes automáticamente: que lo tenías hace un momento, que el lugar donde lo perdiste es seguro, incluso que lo necesitas para existir plenamente en el mundo. Pero, ¿qué pasaría si fueras capaz de desprenderte por un instante de esas certezas? La experiencia se transformaría en algo profundamente introspectivo: ¿qué queda de mí si quito todas las capas externas?
Aquí es donde la intuición cartesiana adquiere relevancia actual. En una época en que la realidad parece diluirse entre lo físico y lo virtual, como ya se ha señalado en otras entradas, el pensamiento sigue siendo nuestro anclaje. Puedes dudar de las noticias que lees, de las imágenes que ves en las redes sociales o incluso de la autenticidad de las experiencias que compartes, pero no puedes dudar de que, en este preciso momento, estás pensando. Esa certeza, por pequeña que parezca, es un recordatorio de nuestra autonomía frente a la vorágine de estímulos externos.
Consideremos como otro ejemplo esas noches en las que nos quedamos despiertos reflexionando sobre nuestras decisiones, cuestionando si tomamos el camino correcto o si nuestra vida está alineada con lo que realmente queremos. Este proceso, por más incómodo que sea, es una expresión de la existencia consciente. El hecho de dudar, de sopesar nuestras elecciones, nos devuelve al núcleo del Cogito. No importa si las respuestas son claras o confusas; lo esencial es que este ejercicio de pensamiento nos confirma como seres existentes, como agentes de nuestra propia narrativa. Querido lector, quizá una buena forma de empezar el año, es siguiendo la duda metódica de Descartes, quien nos enseñó que el conocimiento se construye a partir de la duda.