JOSÉ MÉNDEZ
Mariana corregía sus faltas con la misma costumbre matinal que la orilló a aborrecer a su madre. La oración y el ayuno lograban erradicar el deseo carnal que dejaba derramado cada noche en la complejidad de sus sábanas. No era de extrañarse que, a su edad, la polifonía de los sueños la trasladaran a un espacio plagado de dorsos desnudos, brazos toscos y pechos ligeramente bronceados. Tales fantasías la llenaban de dicha y oscuridad, en otras ocasiones, de culpa.
Mariana había descubierto en sus conciliaciones nocturnas, mismas que consistían en pequeñas sacudidas y roces de entrepierna con la almohada, la aproximación a la carne, a la lujuria y al sedimento del placer. Sin embargo, la mañana siguiente traía consigo la culpa y su penitencia.
Fue una noche de sábado de primavera, en que apenas solitario, el silencio inundó de pequeños murmullos y jadeos. La simplificación de los ruidos venía de la ventana, tal vez de la calle o del candil que apenas traslucía su cortina. Los gritos, intempestivos, llegaron hasta el borde de sus oídos, aturdida saltó de la cama a la orilla de la ventana, las persianas raídas dejaron entrever un cuerpo desnudo. Mariana, con el dorso de las manos en los ojos logró esclarecer la escena; ante la luz del jardín contiguo se encontraba Jonás, el vecino que tantas veces fue causante de tan promiscuos orgasmos. El vecino le doblaba la edad, aparte de estar casado con Alicia, su prima.
Ahí estaban ambos, desnudos, en el fondo del jardín que daba al cuarto de Mariana. Entre suspiros y exaltaciones logró vislumbrar cómo Jonás deslizó su brazo derecho por la espalda, cruzó Alicia por la cintura y la jaló para hacerse montar; con la mano derecha a la mitad de su cintura y la mano izquierda dentro de sus nalgas comenzó un subir y bajar sincronizado, los gritos de Alicia se ahogaron en la garganta de Mariana.
El vaivén duró algunos minutos, acto seguido, con un movimiento tosco, Jonás dejó caer sobre el césped a Alicia, ahí fue que Mariana descubrió cómo aquel miembro de proporciones arrogantes abandonaba el cuerpo de Alicia que lucía por momentos exhausto. Mariana jamás había imaginado algo semejante, eso que Jonás ocultaba entre sus piernas. De inmediato, aquello le trajo recuerdos de cuando había ojeado algunas revistas que Patricia escondía en los baños del colegio. Los miembros descomunales que ahí se dibujaban les provocaban una excitación casi alucinante, como aquel sentir involuntario de cuando en la oficina de Sor Teresa, Patricia le había introducido los dedos. Años después, en su primer filme, descubriría que lo que siempre creyó extraordinario se convertirían en ordinarias prótesis.
Jonás dejó caer el miembro sobre la boca de su mujer, Mariana aseguró, pues conocía de cerca Alicia, jamás entraría en tan delicados labios, al consumar la proeza, no pudo evitar la agitación, el derroche y la divinidad. Subió su mano a la boca e introdujo dos dedos hasta salivar, luego recorrió su cuerpo desde sus diminutos pechos blanquecinos hasta su prominente vulva poblada de delicados vellos cobrizos. El placer, aunque ajeno, vino después. El éxtasis de adentro hacia afuera comenzó a perder mesura creando así un acorde inmediato, pronto ambas escenas fueron cediendo hasta culminar con el suspiro. La noche se fue perdiendo como la vida en las manos de un verdugo.
Más tarde Mariana, en compañía de su madre, hincada y con un velo en la frente, recordaría aquel sabor avinagrado con la hostia de la misa dominical.