FERNANDO TREJO
“Para poder disparar […] necesito emocionarme.”
Cristina García Rodero
Un disparo, por en medio del ojo, atraviesa las placas de luz. Peter sostiene el arma a la altura del hombro. Aspas fisurándose en el techo. En su mano derecha una partícula de sol se enciende. Abre la boca y su lengua, apenas brilla, asomada, en el desierto de su voz.
Un lagarto sobre la piedra eficaz en su calmado tálamo.
Murmura: talent.
Y dispara.
***
Alicia Vikander
Su víctima que no es su víctima, se llama Alicia. Cierra los ojos sin desprenderse del canto de las manos de su madre. Descalza el ritmo que le suena en la cabeza como una sábana de esquirlas. Peter abre marrones los ojos y frente a ella tiende una alfombra de pétalos rojizos. Retrocede en uno, dos, algunos pasos. Cuando sabe que el color de la suerte ha sido echada, acomoda el arma, enfoca, analiza el rostro de la joven Alicia, que es un rostro como de llanto a lo lejos, un llanto como hacia adentro por donde se logra ver una tristeza alargada, una tristeza de cristales que lloran al caer. Pero Peter afina con los ojos abiertos, y es débil el amanecer. Sin embargo dispara y hace luz.
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Anastasia Ignatova
El disparo trasciende, bufa. Peter lo sabe. Atora sus codos frente al mar. Su áspera y escaza barba lija en la arena las deshabitadas huellas de Anastasia. Cierra el ojo izquierdo y enfoca dentro del ojo de la muerte: viento, nubarrones. Es poca la distancia para los pies de Anastasia. La marea azota palmas y aves. Sombras sumergiéndose en la arena para salir en el agua, sombras abiertas dibujando pájaros silentes. La arena sube por su barba como una horda de hormigas caníbales. Pero quieto, vuelto estatua, Peter exhala el tiro, una, dos, tres veces.
Desaparecen las huellas de Anastasia, pero ella camina y a su paso difumina la imagen. Una tropa de ángeles marinos la abrazan.
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Helen Mirren
Un disparo habla. Puede entrar en los ojos, acariciar el llanto. Es un fragmento del espacio. Un cariño vertical como el amor que dos árboles profesan. Un disparo es un instante que condena. ¡No volverás a repetirte, Peter! Es único. ¡No volveré a repetirlo! Y ahí, en la misma azotea con vista al campo de futbol, Helen, que visitaba a Tessa, tira por la ventana un poco del horror y se hunde en el cuenco que los cuervos han hecho de su imagen. Las nubes de esta escena picotean algo de lluvia y Peter aprovecha, en su inmovolidad, accionar el arma y cubrir de arcilla a la emblemática Helen, que con un manto de piedra, apenas logra sonreír.
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Julianne Moore
Un disparo es la voz de Peter. Un disparo es un espejo. Del otro lado del reflejo quién es qué: un estruendo, un flashazo en el picaporte de la cabeza. Veo las palabras delante de mí, pero no puedo alcanzarlas. Tengo en la lengua una punta que se quiebra. Por eso está aquí Peter. Ha llegado, cabizbajo. Con la angustia como un sombrero entre las manos y tordos a la sombra. Porque los tordos son el alma conjunta de un muerto que se amó; revolotean, enredan y navegan en el mal de lo desconocido. Una mirada torda puede tener muchas alas que abatan la negrura, tropezándose, topándose en el muro de los párpados caídos… pero abiertos. Alice, que fue Julianne, tiene alzhéimer y poco a poco irá borrándose. Se mantendrá, a lo lejos, en la punta del mar de los olvidos. Ahí chocará rotundamente cada que su recuerdo abra una lámpara y su luz sea apenas una nota insonora, campanas invisibles perpetuándose en un balancín de azúcar: desmoronándose, haciendo polvo.
Si algo ha de guardar Alice será el reflejo. Y Peter lo sabe, por eso deja la angustia en el perchero y se coloca los guantes. Esta vez usa guantes, porque los descuidos son negros, también, como los tordos. Peter tiene en la mira las botas de gamuza. Las abraza desde lejos. Él cree que las abraza. Pero es sólo el espejo que ha olvidado que un reflejo es invisible si se toca.
Alice Moore, la víctima que no es, vive abrazada de sombras y de tordos y de neuronas fundiéndose que la atan a la infinitud. Peter retoma el vuelo. La sombra ha dibujado alas. Los silencios cobran vida en una mariposa. De pie, Peter apunta, cierra el ojo derecho, dentellea mientras el insecto le sale de la boca. En su mano cabe una explosión de anémonas. El índice le tiembla… la operación se me ha olvidado, quisiera pronunciar el verso, pero fuego. Luz. Flashes de omisión.
Veo las palabras delante de mí, pero no…
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Lupita Nyong’o
Ha hablado con él. Que la obsidiana es una piedra que se vuelca en los corazones que dejó escondidos en su niñez. Que ya no es un juego convertirse en la hija mayor y renunciar a los padres porque la calle es también un aula escolar. Lo amó. Pero Peter, fiel a sus armas, dispara una y varias veces, hasta que la oscuridad se sacia de su ser.
Las armas que me dejó la guerra (Metáfora Editores, Guatemala 2022).
Premio Primeros Juegos Florales de Literatura Raúl Garduño 2020.