Por David Castañeda Álvarez
Unos amigos, expertos nadadores, me contaban que, mientras más profunda es el agua, mayor resistencia ejerce en el cuerpo que quiere atravesarla. El agua, decían, se vuelve densa, cambia de forma y el movimiento es mucho más abultado. Vino a mi mente una de las Voces de Antonio Porchia: “Mi pesadez viene de los precipicios.” Pienso entonces en mis propios desfiladeros, los de la infancia, las carencias y la cadena de deseos sin fin. Es difícil atravesar esas aguas. Jalan hacia abajo. Esas profundidades tienen una voluntad de hundirte, y el cuerpo, casi ajeno a su propio movimiento, se abandona precisamente a esa la voluntad de hundirse.
La hazaña del nadador reside en fortalecer su cuerpo y la técnica que lo mantiene a flote –al mismo tiempo que avanza– hacia el otro lado de la alberca. Me aconsejaron nadar para alejar mis miedos, ansiedades y frustraciones. Agradecí el consejo con amabilidad. No dudo de las propiedades purificadoras y terapéuticas del agua. Sin embargo, al hundirme en un elemento como ese, preferiría naufragar, sobre todo, con el pensamiento, como en el poema de Leopardi, “a través de esta inmensidad se ahoga el pensamiento: y naufragar en este mar me es dulce.”
Nadar y naufragar son verbos acuáticos que expresan distintos modos de ver el mundo. En uno, tienes el control y buscas objetivos; en otro, te abandonas al designio de la naturaleza. No controlamos nada, pero actuamos como si lo hiciéramos. Un cuerpo y un espíritu fuerte pueden ayudar a la tarea de llegar a salvo a donde sea. No obstante, la pesadez nunca se va del todo porque cada uno tiene, dentro de sí, precipicios de distintos tamaños. Lo mejor sería no coleccionar esos abismos que nos jalan hacia el fondo. El mundo necesita calma y algo de abandono ante los embates de las metas y objetivos. Estar a merced de la vida, y no de aquello que nos precipita, es dulce también.
Carpe diem