Adso E. Gutiérrez Espinoza
El año está por terminar y ha sido de lo más extraño, el primero después del encierro por la pandemia de coronavirus y el tercero de mi regreso de Puebla (o el retorno al Estado de México). En estos años, me mantuve activo, un poco con el tema de que mis condiciones médicas me fuerzan a serlo, más allá de las opiniones de Deleuze y Guattari con las cuales suelo decorar mis decisiones —gracioso, pero no de divertido, sino de extraño.
Desde el comienzo del 2023, me interesé en la lectura del tarot y el conocimiento de las runas, los arcanos y la numerología. Me hice leer la Fortuna y parece que este año fui dominado por el arcano Luna, deseando que no fuera el Enamorado y fuera el Emperador. Luna, arcano XVIII, implica las emociones, la imaginación e ilusiones; representa lo oculto y los secretos, aquello que está dentro y al mismo tiempo fuera de lo tangible (vivir una emoción y su implicación depende de quiénes y cómo la reciben), y simboliza lo intuitivo y el instinto y la fluctuación de emociones. Lo peculiar es que no recuerdo si la ubicación de Luna en ese tarot se encontraba al derecho o invertido, aunque apuesto la primera opción por lo que he vivido y aprendido. Después, al experimentar distintas muertes, mujeres o hembras, hice las pases con la Muerte, a quien la comencé a mirar como una vieja amiga.
Establecía las primeras líneas de cómo podría ser ese futuro —por supuesto con el señalamiento de que el mañana puede cambiar y depende de las decisiones—: por un lado, estaba lo oculto y el mundo de las emociones, y, por el otro, los descuidos, las fantasías, las pérdidas del camino y los enemigos ocultos. De haber comprendido esto, habría entendido que debía tener cuidado con lo que deseo y prestar mayor atención al inconsciente y los enemigos ocultos —estas miradas se resaltaron con unos conflictos que suscitaron el detenerme para reflexionar y romper los estancamientos, no creería que esa ruptura habría de mostrarme enemigos y también aliados, interesante constitución de la predicción.
Lo cierto es que ha sido el año con el que advertí que los triunfos despiertan unas oposiciones extrañas, incluidos resentimientos y envidias, aunque también pude mirar la existencia de que también descubren áreas de oportunidad para afianzar y desarrollar otras herramientas —ni toda la arena en un cuenco ni todo el mar en una esfera—; aunque advertí la trascendencia de saber hacer política, de lo que implicaba arrojarse para después salir del confort y lo cotidiano, y de restaurar caminos perdidos e iniciar en otros terrenos. Además de que esos triunfos hicieron una revisión del barro y el lodo que pisaba y me hizo caer, provocando así un esguince (gracias a Arceus, no fue una ruptura). Pie, metida de pie, caídas, Luna. El enemigo estaba en casa y no necesariamente era una persona específica, se ocultaba en el lugar más visible, mis pasiones (libros y academia) y se reflejaba también en mis emociones. Lo descubrí justo al tomar como aliado a la ansiedad y a los procesos venidos de los distintos cambios. Esto era como un libro, aunque a la fecha hay un miedo a perder todo, más allá del propio fracaso y las pérdidas del camino.
Sin embargo, con la Luna vienen los cambios en las mareas y el mar, con toda su sal, se lleva todo, limpia y limpia, sustituye y cambia. Un huracán arrasó con Acapulco, hay una cantidad de damnificados y pérdidas económicas que desconozco, aunque habrá un periodo de restauración; se acercan tiempos electorales y el cambio de poder no necesariamente supuso una transformación —¿demagogia, pandemia, políticas no realizadas con eficiencia, inmadurez?—; el comienzo de una recuperación por una pandemia, que como la Luna y el mar descubrieron problemas y encubrieron montones de cadáveres, y el regreso de viejos poderes. Estas mareas implicaron cambios en mi propia narrativa, de un discurso académico a uno práctico, en la que ya no estoy sino constituyendo mi carrera universitaria.