ROBERTO PADILLA RAMOS
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Seguramente no exista una imagen tan popular, cuando hablamos de ciencia, como aquella fotografía de 1951 donde el padre de la teoría de la relatividad, saca la lengua en lo que para muchos representa un gesto del carácter lucido e irreverente de aquel físico alemán. Explotada y reproducida sistemáticamente en playeras, tazas y demás artilugios, probablemente la efigie compita en dividendos con La Noche Estrellada, La Mona Lisa y el rostro del “Che”. Otros buenos ejemplos de aquello que evoca en el corolario popular la palabra ciencia podrían ser, el loco de bata blanca que se jala los cabellos mientras ríe desenfrenadamente o la nube en forma de hongo que se alza majestuosa y terrible.
Si por el contrario nos preguntamos por la imagen que la educación básica se ha encargado de cultivar en nosotros y escarbamos en la memoria, es posible invocar nombres de ilustres pensadores como Newton, Galileo, Darwin o Copérnico. Concentrándonos un poco más, y al estilo proustiano, pero sin la madalena, seguramente escucharemos a nuestro antiguo maestro de secundaria decirnos que la ciencia ha de ser sistemática, metódica, predictiva, comprobable, etc., no faltarán los Funes borgianos que puedan extender más esta lista. Pero hoy quisiera exaltar otra característica que por mucho tiempo pasó para mí inadvertida en lo que tuvo que haber sido la inercia de la ortodoxia académica.
Antes de compartirle de este profundo pesar permítame, si tan inmerecida comparación se me concede, fungir como un Virgilio moderno y exponer los sinsabores de lo que representa una pregunta que no tiene respuesta. Primero es importante mencionar que el siglo pasado fue para algunos (o para todos) el siglo de la física. Al igual que esa icónica imagen de Albert Einstein, la física se posicionó en la cultura como la máxima exponente del desarrollo científico, incluso hoy podemos percibir todavía cierto aire de superioridad en aquellos que desarrollan esta disciplina, espero que el lector no confunda esta opinión como la de un detractor o negacioncita de las elevadas cúspides que la física ha conquistado; sin embargo, la idea de supremacía sobre la biología o la química fue tan perjudicial que distorsionó la forma de las agendas científicas en los países desarrollados, recortando el presupuesto para aquellas investigaciones que nada tuvieran que ver con el profundo conocimiento de la materia.
Aquí una mente perspicaz podría señalar que tanto la biología y la química al igual que la física estudian la materia, y esto es cierto, pero a diferencia de la física y la química la biología reposa su esencia en una cuestión que hasta el momento se nos presenta como insondable, una contradicción tan profunda que ha hecho que el bioquímico Nick Lane en su libro La cuestión vital diga que hay un hueco en el corazón de la biología. Pero ¿cuál es la mentada pregunta sin contestar? y ¿por qué debería ser tan importante esta cuestión para la enseñanza de la biología en secundaria y bachillerato?
Primero señalaré que todas las clases de biología de secundaria y de bachillerato inician con la típica pregunta: ¿qué estudia la biología? la respuesta en automático y que seguramente usted también está pensando es que la biología es la ciencia que estudia la vida, pero el problema se presenta cuando alguna mente aguzada levanta la mano para regresar el gesto con otra pregunta ¿qué es la vida?, probablemente esa sensación de satisfacción dejará espacio para un sentimiento más inquietante, pero también más iluminador. Y en este punto todo se complica, responder qué la biología es la ciencia que estudia a los seres vivos o a la materia orgánica, es decir, aquella que presenta un alto grado de organización y tiene ciertos atributos no nos exime de responder cuál es la esencia de la vida.
Las respuestas a esta pregunta se han originado a partir de un punto reduccionista, intentando zanjar el problema enumerando aquellas cosas que pueden hacer los seres vivos, por ejemplo evolucionar, reproducirse, metabolizar o responder al entorno (Irritabilidad), lo cual es lo mismo que si alguien me pregunta que es un carro yo deba responder diciendo que tiene un motor de combustión interna, cuatro llantas y un tubo de escape. Decir que puede hacer algo no lo define ni tampoco nos habla de su “esencia”. Fuera de los embrollos que esta cuestión de carácter filosófico nos pueda acarrear, la pregunta tiene consecuencias éticas, educativas y morales para el hombre.
El estatus ontológico del embrión es un buen ejemplo de como la pregunta que subyace en el corazón mismo de la biología tiene implicaciones éticas trascendentales. Nadie podría negar que el compañero del trabajo que alegremente nos devuelve una sonrisa cuando damos los buenos, el árbol cuya sombra buscamos para refugiarnos del sol o nuestro gato están absolutamente vivos, pero ¿un óvulo o la placenta lo están? La respuesta podría cambiar dependiendo del punto de vista desde el que se aborde dicha cuestión, pero en términos biológicos déjeme decirle que tanto la placenta y el embrión cuentan con la misma carga genética.
Lo mismo podría decirse de los casos en los que algunos pacientes son determinados por los médicos con muerte cerebral, en esta situación el cerebro ha dejado de realizar su función, pero las demás órganos ya sean de manera parcial o artificial están presentes, ¿usted podría decir que está vivo el paciente? El campo de la ética médica necesita urgentemente al igual que la biología de una definición más precisa (si tal cosa es posible) de la vida.
Saber qué es la vida y qué atributos debemos reconocer en su elevada organización es una cuestión de carácter fundamental para muchos aspectos del conocimiento. Explicar la biología a partir de una definición trillada de los libros de texto, por parte de los maestros, ha cegado su visión frente al alumnado, perpetuando una falsa imagen de la ciencia. Reconocer que no todo está descubierto, descrito o clasificado es el aliciente perfecto para instaurar una dialéctica completamente nueva entre maestros y alumnos, un diálogo que nos permita reconocer que la biología aún está en la búsqueda de sus conceptos más fundamentales.
Jamás olvidaré la vez que mi gata de unos cuantos meses murió a causa de leucemia una noche mientras yo la sostenía agónica en el sofá, y al mirarla pocos segundos después de su última exhalación pude notar la pérdida de aquello que algunos llaman “la chispa de la vida”, de aquello que intuitivamente reconocemos en todos los seres y que nos hace sentirnos cautivados por el misterio de los misterios, por una pregunta que yace sin contestar en el corazón de la biología. Existen muchas imágenes de la ciencia ya sean populares, como las estampadas en las camisas a manera de souvenir, las que sembramos en la mente de nuestros alumnos o y las inacabadas, aquellas que incomodan, ya sea porque son difíciles de responder o porque aún no tiene respuesta, se nos presentan como la oportunidad perfecta de que crear otra imagen de la ciencia menos rígida, de una que seguramente en su estatus aparezca la etiqueta de inacabada.