FROYLÁN ALFARO
Si existe una pregunta que ha intrigado a la humanidad desde tiempos antiguos, es ésta: ¿qué es la felicidad? A lo largo de la historia, muchos grandes pensadores han ofrecido respuestas, algunas radicalmente distintas entre sí. Sin embargo, todas apuntan a un enigma fundamental: ¿es la felicidad un estado emocional pasajero, un objetivo a largo plazo o algo más profundo, algo que quizá dependa de una decisión personal?
Para los antiguos griegos, la felicidad no era simplemente una cuestión de sentirse bien. Aristóteles, por ejemplo, la llamaba eudaimonía, un término que podría traducirse como florecimiento o vida plena (como se mencionó en la columna “Menos morir sin florecer”). Para él, la felicidad no era una emoción fugaz, sino el resultado de vivir conforme a la virtud, de actuar en armonía con nuestra razón y desarrollar nuestras capacidades al máximo. Era algo que se lograba a lo largo de una vida, no en un momento. Aristóteles veía la felicidad como un proceso, no un instante de satisfacción, y la asociaba con el cumplimiento de nuestro potencial como seres racionales.
Platón, por su parte, colocaba la felicidad en otro nivel, vinculándola con el conocimiento del Bien. Según Platón, la verdadera felicidad se encuentra en comprender y alinearse con el orden moral y cósmico del universo. A diferencia del placer inmediato o las gratificaciones mundanas, la felicidad platónica es un estado de realización espiritual que sólo se alcanza al trascender el mundo sensible, dejando atrás las distracciones materiales para abrazar el conocimiento de lo eterno.
Por otro lado, los estoicos, con su enfoque práctico y algo austero, consideraban que la felicidad no dependía de lo que sucedía en el mundo exterior. Ni la riqueza ni el éxito, ni siquiera las tragedias, podían dictar nuestro estado de ánimo. La clave, según estoicos como Epicteto y Séneca, era la virtud interna: la capacidad de controlar nuestras reacciones y aceptar lo que no podemos cambiar. Así, la felicidad se convierte en algo que depende únicamente de uno mismo. Alguien que ha dominado su mente puede ser feliz incluso en medio de las mayores adversidades, porque su felicidad no está atada a las circunstancias, sino a su actitud frente a ellas.
Más recientemente el filósofo John Stuart Mill redefinió la felicidad en términos más utilitaristas. Para Mill, la felicidad era el placer, pero no cualquier placer. El verdadero objetivo, decía, es maximizar el mayor placer posible para la mayor cantidad de personas. Aquí, la felicidad está vinculada con una especie de cálculo moral: nuestras acciones deben buscar no sólo nuestra propia satisfacción, sino el bienestar de la sociedad en su conjunto. En esta perspectiva, la felicidad es más social que individual.
Sin embargo, en contraste con todas estas ideas, podemos cuestionar ¿y si la felicidad no es un sentimiento ni un estado alcanzado a través de la virtud, sino una simple decisión? Es posible que no podamos controlar todo lo que nos sucede, pero sí podemos elegir cómo interpretarlo, cómo sentirnos al respecto. Viktor Frankl, un psiquiatra que sobrevivió al horror de los campos de concentración, dijo que la última de las libertades humanas es la capacidad de elegir nuestra actitud en cualquier circunstancia. Incluso en situaciones extremas podemos decidir cómo responder emocionalmente.
Bajo esta luz, la felicidad no sería el resultado de una vida de éxito o placeres, ni siquiera de una vida virtuosa en sentido estricto. Sería una elección personal, una decisión interna de ver la vida de manera positiva, de aceptar tanto los buenos como los malos momentos como parte de la experiencia humana. No sería una meta a la que llegar, sino una manera de caminar por el mundo. En este sentido, la felicidad no sería una recompensa, sino una forma de enfrentar lo que nos ocurre, una perspectiva que se cultiva y que, como los estoicos dirían, no depende de nada ni de nadie más, sería un compromiso con nosotros mismos para encontrar paz y satisfacción en lo que somos, independientemente de lo que nos falta. Como siempre la pregunta queda abierta, querido lector.