Enrique Garrido
Frente a la angustia diaria, los expertos, más que una solución, siempre tienen una manera de nombrar nuestros padecimientos o, como decía Aldous Huxley, “la investigación de las enfermedades ha avanzado tanto que cada vez es más difícil hallar a alguien totalmente sano”. Así, las dolencias asociadas al peso de la existencia nos aplastan día con día, mientras buscamos formas de sobrellevar la ansiedad de un futuro incierto. La new age nos ofreció muchas maneras de buscar la paz interior. De este modo, meditar, alinear los shakras, la lectura del tarot, de las runas o del café, así como los horóscopos y el discursivo acto de decretar y manifestar se han convertido en las panaceas que día con día nos dan una tranquilidad momentánea, pero efímera. Ahora, el universo es el Godot contemporáneo. Prácticamente todas las opciones, excepto tomar terapia, que debería ser la primera, ofrecen una aspirina metafísica (cómo diría Fadanelli) y una negación sustentada en una falsa sensación de control, ya sea por saber qué va a pasar en el futuro o porqué los planetas se alinearon a nuestro favor.
De manera que, para no quedarme fuera de la discusión y, como diría gran amiga, aportar mis dos centavos al inmenso, y redituable, campo de la salvación personal, acá les va mi propuesta. Se trata de algo catártico, es decir, no negar nuestra angustia, sino aceptarla e incluso liberarla con un movimiento de cadera. Así, ante la avalancha de ignominia que nos acecha, les propongo vivir la vida como si fuera una cumbia.
La cumbia, género musical que nació en Colombia con influencias indígenas, africanas y, minoritariamente, españolas. Se cree que viene del vocablo cumbé, “baile de negros”, aunque, de acuerdo con el etnólogo Fernando Ortíz Fernández, la palabra proviene de las voces kumba, kumbé y kumbí, que significa “escandalizar” y “tambores”. Llegó a México con la llegada del músico colombiano Luis Carlos Meyer, en la década de los 70. Y desde entonces sonorizó las mejores reuniones.
Ahora bien, no soy un experto en música y, seguramente omitiré varias características de la cumbia, no obstante, destaco una de la infinita gama que ofrece: bailar frente a la desgracia. Como si se tratara de una rama de la melancolía mexicana, algunas de las más conocidas tienen nombres que aluden a los estados más oscuros del alma: No me castigues (Aniceto Molina); Canto por no llorar (Ángeles de Leo); Lágrimas de sangre (Arturo Jaimes y los Cantantes); entre otras. Asimismo, existen algunas cuya ambigüedad en su moralidad nos incomoda, o escandaliza: Mi niña mujer y 17 años, ambas de Los Ángeles Azules.
Existe un caso en particular que ejemplifica mejor la idea que quiero transmitir. París, 1915. Nace una de las voces más melancólicas y emocionales, me refiero a Edith Piaf. Hija de un contorsionista acróbata y de una cantante de cabaret, ambos alcohólicos, su infancia no podía ser de otra manera sino triste; con 16 años, quedó embarazada y en 1932 tuvo una hija a la que llamó Marcelle, pero murió a los dos años. La cantante quedó marcada por esta tragedia, y otras como la pérdida del amor de su vida, el boxeador Marcel Cerdan, quien murió en 1949 en un accidente de avión. El Môme Piaf o «pequeño gorrión», como le apodaban, cayó en adicciones como el alcohol y la morfina para mitigar su dolor, así como su aspecto era desvalido. Pese a la desgracia que se ceñía sobre ella, nos dejó grandes canciones como La vie en rose o Les trois cloches, las cuales reflejan su estado de ánimo y sus emociones. Sin embargo, hubo una que destacó. Creada a partir de un vals de 1936, La Foule cuenta la historia de una pareja que se conoce en una pista de baile y luego deben separarse. La tristeza del abandono, el dolor de dejar ir a la persona que amas cantados con la voz de Edith Piaf, convierten la canción en un himno digno del blue monday.
La canción guardó esa melancolía durante varios años. Sólo una deidad pagana pudo quitar ese halo. Así, Margarita, la denominada Diosa de la cumbia, la reversionó y llamó Que nadie sepa mi sufrir, canción que, evidentemente, todos conocemos y hemos bailado en las mejores fiestas. Más allá de un simple cambio de ritmo, estas versiones comparten un mismo sentir, una impotencia frente a una relación cuyo final está cargado de la desdicha del abandono y la soledad que implica; sin embargo, ésta última se puede bailar, frente a la desgracias de un amor no correspondido, que también puede ser la angustia de la vida, del calentamiento global, del desempleo, no debemos bajar la cabeza, no tirarnos, sino asumir el dolor y seducir a nuestra melancolía con un movimiento de cadera.