DORALI ABARCA
Me permití ver la película (indagando en páginas de dudosa procedencia, pues en México aún no se estrena). Y en esta ocasión también me permito reflexionar desde las interpretaciones que esta cinta nos ofrece en el contexto de nuestra sociedad contemporánea.
Las redes sociales han sido el medio principal para difundir y debatir los paradigmas alrededor de Emilia Pérez, una película francesa ambientada en un contexto mexicano. En esta “guerra ambivalente” de la sociedad red, encontramos contenido crítico que nos invita a reflexionar sobre cómo el consumo cultural globalizado está sobrepasándonos, pero también ridiculizando y distorsionando nuestras realidades. Bertrand Russell decía que “la ridiculización es una herramienta poderosa que puede influir más que la verdad cuando el poder está en juego”, y este fenómeno no es ajeno a cómo el capitalismo tardío convierte incluso la crítica social en un producto más del mercado, como señala Slavoj Žižek. La cinta, más allá de sus fallas, es una oportunidad para pensar en estas prácticas culturales que afectan tanto la manera en que nos representamos como la forma en que nos perciben desde otras latitudes.
Leí en un post algo con lo que coincido plenamente: el cine no debería tener fronteras. Como dice Byung-Chul Han, “la interculturalidad no debería anular la especificidad cultural, sino permitir un espacio de diálogo y respeto”. Sin embargo, la narrativa audiovisual que propone esta película no genera diálogo, sino que tiende a perpetuar un eurocentrismo que desdibuja realidades locales. Problemáticas profundas como las desapariciones forzadas en México son abordadas de manera superficial y con un tono musical que se dirige a lo ofensivo. Este tipo de representaciones pueden tergiversar el mensaje, transformándolo en una caricatura de lo que realmente son las realidades sociales.
Uno de los problemas que salta a la vista en este filme es la falta de trabajo de campo. En nuestra sociedad moderna, cada vez hay menos interés por investigar y comprender otras culturas desde la experiencia directa; preferimos la comodidad de recopilar información desde nuestro contexto. Esto genera un “saqueo sin experiencia”, como lo llama Segato, que resulta en narrativas incompletas o insensibles hacia las problemáticas culturales que pretenden retratar. El cine se convierte en una herramienta que, en lugar de acercar culturas, refuerza jerarquías y exotismos.
Por otro lado, celebro que la colectividad latina resurja en el descontento ante este tipo de representaciones, y celebro los contenidos digitales que ayudan a comprender la problemática que expone de fondo la película. La crítica no es únicamente al director o a la producción, sino al sistema que permite que estas narrativas se reproduzcan sin un cuestionamiento profundo.
Finalmente, quiero hablar del doble discurso que permea esta película. Por un lado, glorifica a la comunidad trans y el blanco empoderamiento femenino, pero que paradójicamente refuerza estereotipos tradicionales que perpetúan la imagen patriarcalmente aceptada de las mujeres. Emilia, como “salvadora”, encarna un tropo clásico en el que las mujeres son exaltadas sólo a través de roles de sacrificio. Además, la figura del narcotraficante como cruel y sanguinario refuerza estereotipos que asocian la violencia exclusivamente con la cultura latinoamericana. María Lugones nos recuerda que “la colonialidad del poder se manifiesta en los cuerpos y subjetividades, dictando roles y normas aceptables”.
Si el cine pretende ser una herramienta de diálogo intercultural, es importante que no reproduzca narrativas que simplifican o deforman las experiencias culturales de otras sociedades. No se trata de que un director francés no pueda ambientar una película en México, sino de que la narrativa que transmite tenga respeto y profundidad.