
«Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno…”
SAMUEL R. ESCOBAR
Nunca imaginé, lo juro, que algún día lo estaría contemplando desde el otro lado del puente, yo que siempre había sido tan joven a pesar de la hiel que corre por mis venas, a pesar de mi alma a veces lerda y arrugada; yo, que aún siento mi larga cabellera oscilar sus puntas en mi cintura (que también tuve), ahora veo que mi alma ha comenzado a cederle sus pliegues y su lentitud al cuerpo. Siempre creí también, en honor a mi recalcitrante pesimismo que, como estirpe de un día, daría gusto al Sileno y ya que había nacido, moriría pronto, es decir: PRONTO, y no habiendo rebasado el medio siglo gastando mis andanzas en éste, el mejor de los mundos posibles.
Me disculparía ya mismo porque la figura y la palabra que más aparecen en este relato son la primera persona del singular, tácita y explícita, pero justamente de eso se trata. Aviso lo que es ya claro a todas luces: este es un monólogo descaradamente personal y un tanto íntimo, aunque sé que desde el momento en que decido compartirlo (suponiendo alegremente que alguien lo lea o lo escuche) deja de ser lo uno y lo otro. Póngase el chal entonces y compartamos algunos chismes de ese ente escurridizo y amorfo llamado “yo”.
“Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida…”
A poquísimas cosas en mi existencia (y si es que las hay) les ha antecedido una planificación, y esta que voy a narrarles, una de las de más larga duración hasta ahora, no es de esas poquísimas que hayan contado con una proyección; fue desde el comienzo, en todo caso, producto del azar, y no veo razón para mentir diciendo que fue mi sueño y que lo decreté o cualquier otra bobada pretenciosa y banal por el estilo. Tampoco tuve una formación docente previa a los hechos; me lancé al ruedo en gran medida sin capa y sin espada y, más que con las ganas de torear, con toda la necesidad de sobrevivir que a todos nos mueve, aunque con su toque atractivo, fascinante y retador.
Una charla informal de un domingo de febrero de 1995 fue la antesala de lo que no tenía ni la más remota idea de que vendría. Y ahora es ya un pasado llenito de recuerdos, colmado de vida. “Hay una vacante para impartir unas clases de música a niños, en la universidad, ¿te interesa? Ve al sindicato a que te den la información”. En extrema síntesis esas fueron las palabras de una voz de mujer que dieron el banderazo de arranque. Por supuesto que me interesaban e hice lo que me correspondía, acto seguido a la presentación de un proyecto, un par de exámenes y una clase muestra, recibí una llamada: “tenga listos tales documentos y prepárese para iniciar a dar clases ya el siguiente lunes…”
“Tengo miedo de las noches que pobladas de recuerdos encadenen mi soñar…”
En paralelo al caso anterior se dio otro: en un bar de la ciudad, en el que solían tener bandas de rock en vivo, crucé palabras con una joven inglesa, platicamos por unos minutos en su idioma, de pronto la escucho hablar en un excelente y fluido español, y con mi cara de extrañeza pregunté un tanto entre dientes por qué me hacía gastar mi poco inglés que me quedaba en la reserva, si yo prefería dosificarlo solo en casos extremadamente necesarios. “Mira, sirvió de algo: ayúdame a dar unas clases en el Tec. Regional”, me dijo sin vacilación, contesté que sí en el acto. La cosa iba en serio, no vaya usted a creer que, por haberse gestado tal empresa en un barecito noventero, de esos en los que sonaban (o sonábamos) las bandas eternamente incipientes, no habría de pasar de una plática efímera y de relleno, “arrancamos el lunes”, concluyó de manera decisiva.
Y comenzó entonces la inusitada carrera que habría de otorgarle coordenadas a mis desorientados pasos; y de despertar al pequeño duende de la pasión que yo mismo no sabía que aquí adentrito dormía: la música y los chamacos de preescolar me enseñaron a sortear los primeros pasos y lo sinuoso y escabroso del camino. Desde ahí me quedó claro que no hay teoría educativa que valga si no la enfrentas en el coliseo con ese gladiador armado hasta los dientes de purita realidad, de mera práctica contante y sonante. El inglés y los jóvenes de licenciatura me iniciaron en los augustos misterios de la docencia y sus vicisitudes. Comenzaba la travesía que, con la sigilosa voz de Píndaro como un fondo incidental, decía: anda “llega a ser quien eres”.
“Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada, que febril la mirada errante en las sombras te busca y te nombra…”
Lunes 27 de febrero de 1995 fue la fecha exacta. Gardel dice que veinte años no es nada, los míos ya suman treinta años cumpliéndose hoy, y justo recién ahora he decidido dejar las aulas. Lo del Tec. no rebasó los dos semestres; la aventura con los pequeños quedó atrás hace ya algunos años, pero duró muchos más de los que pude suponer; nunca olvidaré sus enseñanzas y jamás dejaré de brindarles TODA mi gratitud por ellas; sin embargo, dentro de la misma universidad el peregrinar no fue corto, y las estaciones de llegada no fueron pocas: Área de Arte y Cultura, Prepas 1, 2, 4 y en una especie de exilio que terminó siendo un oasis, la prepa 9 de Nieves, Ciencias de la Tierra, Ingeniería y, cómo olvidarlo, la cartera de Prestaciones del SPAUAZ del 2017 al 2020.
Fuera de la universidad vinieron otros proyectos no menos valiosos e interesantes: Tec de Monterrey, ITM, ESPC e ICG. En ellos los jóvenes de licenciatura y prepa también fueron una maravilla. La docencia es un constante reto de principio a fin. Ahora no sé si fui un buen profesor, y lo digo con absoluta franqueza y con auténtica duda. De lo que tengo una mayor seguridad (aunque no me agradan las certezas) es que ellas y ellos me dejaron más de lo que yo pude darles. Creo que nunca emití una queja de mi quehacer docente, y no por caer en la ñoñería de forzarme a verle el “lado bueno” a toda situación, no, más bien porque siempre supe que trabajaba con verdaderos seres humanos, complejos e impredecibles. Y traté de hacerlo sin tener jamás la última palabra, sin pedir que se callaran y se cruzaran de brazos para contemplar mis soliloquios. Yo que también fui prepo y me gustó pensar por la libre, no iba a jugarle al fascista de pacotilla sólo por gozar de un poco de poder de a mentiritas. Yo, que siempre fui tan… y treinta años después quizá el tango tiene razón, y contemplando el panorama desde este otro lado del puente, y sin haber dado gusto al Sileno aún, no tengo intenciones de dejar de serlo.
Dedicado a todas mis alumnas y todos mis alumnos sin excepción.
Febrero de 2025