MARTÍN GALVÁN
Abrí los ojos antes de que sonara el despertador, como cada domingo. Una vez más el día de descanso desperdiciado desde las siete de la mañana. Fui al espejo a revisar mi despertar: saliva seca en el cachete izquierdo, mal aliento, lagañas, cabello despeinado. Todo en un meticuloso desorden. Subí a la cocina. Llené el filtro de mi cafetera con el grano de Veracruz que compré la semana pasada. Vertí el agua. Mientras se hacía, con el pensamiento inhóspito vi la cocina sin observar nada. El café borboteó y llenó un cuarto de la cafetera, lo serví en la taza blanca. Me senté en la silla alta y me acodé en la barra.
Vi la taza repleta, el café fluir y refluir, girar y bajar, lo vi negro, ahora blanco, trémulo y quieto, inmenso y pequeño. En él distinguí el ritmo, la orilla y el contenido, las consecuencias y las causas, el derrumbe y la construcción conviviendo en una gota. Fue hogar, apapacho y ternura. Lo vi siendo calor, fuego, acero y cuchillo, el entierro y la sangre, la lápida y las lágrimas, el pasto y el sol, la lluvia sin nube. Lo vi conteniéndose a sí mismo, recubriéndose, expulsándose y salpicó mi mano. Lo vi engendrar. De él salieron dos huevecillos. Maldad y bondad. Se multiplicaron y rompieron su nacimiento maniqueo: dos hicieron cuatro, cuatro se hicieron ocho, dieciséis. Creí que la taza llenaría toda mi cocina de huevecillos. El último arrojó un gorrión, salió y engulló a sus ancestros, los devoró. Picoteó la taza, hizo un orificio por el que salió el manantial caliente, quemó su garganta, lo bebió todo. Satisfecho saltó a mi mano, me miró, lo miré. Entró a la taza y se ovilló. El todo y yo nos vimos antes de iniciar el día. El sol calentó mi cachete, hizo relucir la saliva seca. Inicié (a) la vida.
Muy bonito.