Por Mar García*
He pensado en el silencio como una disyuntiva, un acertijo, una mentira. El silencio contrariando a la palabra, la que muchas veces debe callarse, la que muchas veces debe ser dicha. ¿En cuántos momentos hubiera sido mejor llamarlo, cuántas ignorarlo? En el Universo el silencio es más viejo que el ruido; en los seres humanos, el silencio es más viejo que la voz; en el primer nivel el silencio es la ausencia de todo sonido, en el segundo, el abandono del habla. El silencio furioso que recorre los muros intangibles del mundo y aunque se persigue a sí mismo no es continuo, no puede ser total porque se ve rebasado por su propio andar. El silencio que habita dentro de nosotros, sosiego, ha logrado alcanzarse en la lucha encarnizada entre pensamientos, el triunfo, la derrota, este texto. En “El mundo del Silencio”, para definirlo o permanecer en el trayecto de su definición,
Picard enfrenta al silencio ante su origen, el habla, la palabra, la verdad, el lenguaje, el amor, el ego, la historia, las imágenes, los animales, el tiempo, la infancia, la poesía, la enfermedad, lo demoniaco, la raza humana, la esperanza, los gestos, la naturaleza, el ruido, las artes plásticas, el mundo, las cosas, la muerte, la fe. Y, sin embargo, lo piensa como “un fenómeno autónomo […] un todo independiente que subsiste en sí mismo y a través de sí mismo. […] El silencio es el primogénito de los fenómenos básicos […] y en ellos hay más silencio que habla, más de lo invisible que de lo visible. Hay más silencio en una persona que el que se puede utilizar en una sola vida.”1
Pero el silencio precede y prosigue. El silencio está en la observación futura de las aparentes relaciones causales, en la tangibilidad de los deseos humanos, en la armonía de los ruidos incidentales, en los matices del cosmos a través de la lengua, en la intensidad de los olores afables y displicentes, en la memoria y los recuerdos hondos, los recuerdos fútiles. El silencio está en el juego de adivinanzas entre Guido y el Doctor Lessing, cuando éste dice: -Si pronuncias mi nombre desaparezco-, como si de manera natural se opusiera a la palabra, la que se manifiesta cuando se profiere. Este enigma parece ser equiparable al tiempo mismo, del que Agustín de Hipona ya sentenciaba: -Si me preguntan qué es, no lo sé, si no me preguntan, lo sé-, y es que “el tiempo se intercala con el silencio. (…) El tiempo es acompañado por el silencio, determinado por el silencio. Su quietud proviene del silencio que lo rodea.”2
He pensado en el silencio como un fluido, un continuum en el tiempo, en el espacio, dentro y fuera de nosotros, que existe porque lo pensamos, lo nombramos, lo cuestionamos. Antes de su existencia ya era, ya estaba presente y ausente, en un cúmulo interminable de ecos, voces, vacíos, hoyos negros e implosiones. El silencio fue, es, será en la disyuntiva, acertijo o mentira de la eternidad.
*Historiadora, [email protected]