¿Qué se espera de ser madre? Es una pregunta que resuena en mi mente desde que comencé a leer el texto de Alicia García que este número de El Mechero tiene para ustedes. No sólo se trata de ejercer una maternidad fuerte y consciente, que ya de por sí es complejo. Enseñar y dar herramientas a aquellos pequeños seres que están creciendo en un mundo voraz es todo un reto, sobre todo cuando a veces se adelanta lo suficiente para sentir que nos quedamos atrás y que otras veces se petrifica en una era medieval donde aún se estigmatiza a quienes no quieren detenerse en el simple papel que la sociedad quiere etiquetar.
Ser madre es uno de los trabajos más demandantes y poco reconocidos que existen, pero lo que se espera de una madre todavía coloca en los hombros de las mujeres una lápida más pesada en el que debajo se cree que debería sepultar su individualidad, sus sueños y su sexualidad. Distintas teóricas han escrito al respecto desde hace ya casi cien años, pero Alicia nos sienta frente a una cuestión contundente: se espera que una mujer madre se desvista de su yo sexual y si la concepción pudiera darse sin perder “la virginidad” sería más aplaudida en una pureza doble moral.
Cuando una mujer se convierte en madre la sociedad impone de muchas maneras una desmaterialización del primer elemento: ser mujer. Además, si a esto le sumamos ser una joven, la ecuación se vuelve más visceral: cuidadora, destejedora de sueños propios, biberón, sedentaria de ansias de movimiento, niñera, olvidadiza de los tiempos en que era dueña de su cuerpo y su tiempo, proveedora de alimento y seguridad, caverna para guarecerse del frío, cascada que rompe en el baño para que nadie se dé cuenta.
Últimamente me he dado cuenta de que hay mujeres madres, sobre todo jóvenes, que buscan romper con la romantización; efectivamente, me han dicho que ser madre es algo que no cambiarían por nada, pero que también te quita el protagonismo de tu propia vida. Incluso hay quien sí, pese a amar a sus niños, decidirían no maternar si pudieran regresar el tiempo. Conozco una mamá, por ejemplo, que ama a su hijo, pero recuerda con nostalgia que ella no quería ser mamá, a pesar de que el bebé fue elegido y amado desde la concepción. Conozco a otra que ha dejado de comer casi todos los alimentos porque el cuerpo de su bebé rechaza lo que ella ingiere por una alergia muy extraña, vaya, con la sonrisa más grande que he visto en su rostro me contó que hornea sólo para oler el pay de queso, con eso basta por ahora.
No soy madre, así que probablemente no alcance a dimensionar lo que serlo significa, pero soy hija, nieta y amiga de mujeres que lo son y se que lo que se espera de ellas siempre es lacerante y petrificante, que paraliza cada pisada, que se siente como ir en un puente colgante a punto de perder uno que otro peldaño en medio de un abismo. El estigma de tener un cuerpo que siente placer, se estigmatiza a una madre que materna sola, aunque –si el sentido común les habitara un poco– se debería señalar a los padres ausentes, se pide nulificar su cuerpo, pero se sexualiza, como si ser madre y sentir placer fueran dos cosas tan ajenas y extrañas que sólo sirvieran para el repele o el fetiche, las convierten en objeto. Y esto sin hablar en lo complejo que se convierte esto si hablamos de madres lesbianas o trans.
Sin embargo, no sólo se trata del cuerpo, esto va apuntalando en cada arista de la vida de las mujeres: trabaja, pero “no descuides” a tu hijo; cuida a tu hijo “pero no seas una floja que se la pasa en casa”, haz o no haz, estás haciendo muy poco o estás haciéndolo mucho. Abandona tu individualidad, tus metas y olvida quién eras antes de parir. Pues no, aquí está Alicia y muchas madres dispuestas a romper ese techo de cristal y de hacer con los añicos un puente nuevo de conciencia y de lucha por resistir la maternidad desde otra postura.
No lo olviden, juntos ¡incendiamos la cultura!
Karen Salazar Mar
Directora de El Mechero