JOSÉ MÉNDEZ
I
Le intimidaba la cama, por creer que ahí el amor cobra un sentido eterno, una obligación con el otro.
II
La encontré arrodillada, con ropas diminutas y sangre en los labios, en las manos, la herramienta de tortura más atroz y despiadada: su celular al uno por ciento de carga.
III
Esa tarde me pidió que le entregara todo aquello que embargaba mi pecho; sin otra cosa por desear, le puse en sus manos mi última cajetilla de cigarros.
IV
Con lágrimas en los ojos Eva volvió a preguntar −¿Recuerdas la primera vez que nos encontramos? −Atónito y consternado, el espejo no supo qué devolver.
V
Durante un largo tiempo pensé que mi mejor amigo era yo mismo, hasta que nuestras discusiones nos llevaron a otro extremo. Nos seguimos hablando, con la inminente creencia de que aún nos entendemos. A veces le miento, y sé que lo sabemos, pero continuamos, desinteresados, sin miedo al engaño, como un matrimonio inevitable que juega a ser fiel a cada momento.
VI
El cuarto de hotel poseía una acústica perfecta. En el bolso, lo único que se necesita para sobrevivir la noche. Mientras ella recostaba su desnudez en las sábanas, con el mismo nerviosismo que navegaba en mi impulso; fui descubriendo de a poco aquello que nos arrojó al deseo. Ese objeto de placer, tan vil, tan inhumano, con la playlist que armamos, nos ayudó a consumar aquello anhelado: el sueño.
VII
Dios cosecha, peina la espiga, conoce al rebaño. Madruga, ordeña, pone una costilla, ya no es de hombre-mujer, ya mujer-hombre, mujer- mujer, hombre-hombre. Sonríe, no cuestiona ni juzga. Alerta puertas abiertas. No trabaja siete días continuos. Conoce la máquina, los gadgets. Teclea de vez en cuando, toma selfies, se expone. Todos, aquellos, nosotros conocemos su rostro. No lee, vive, duerme, bebe. No tiene fanáticos; sí, seguidores. Clona y vuelve a sonreír, ya no llora por el prójimo, sabe que, de vez en cuando, una pareja logra su cometido. Confía que en el corazón ya se manda.