SARA ANDRADE
Mi extraño enemigo, mi masiosare personal, es el Hotel Don Miguel.
Yo, que un día, por una extraña razón, decidí unirme psíquicamente al centro de Zacatecas, sufro en el cuerpo cada vez que algún gobernante sin visión decide transformar las calles de mi casa. Esta es mi casa, es lo que voy. Y una casa es un caparazón. Una casa es un exoesqueleto. Tu casa y tú son un espejo, unidos por un cordón umbilical atávico, tan viejo como el del deseo del mono de meterse a una cueva para cubrirse de la lluvia.
Entonces, las virtudes arquitectónicas de la ciudad son mis propias virtudes. Lo lamento si ustedes llevan vivos más tiempo aquí o si sus familias vienen de esos pueblos chichimecas que hicieron casa al lado del río de la Plata. Yo he sido la primera en ponerme el saco del viejito del costal que es este estado en el centro geográfico de México. Así que soy muy antaña y arcana. Llena de adoquines simbólicos e iglesias dedicadas a mis propios santos. Soy una plaza patria y soy una casita de adobe a punto de derrumbarse. Estoy hecha de escuelas que fueron panteones para revolucionarios y soy oficinas de gobierno que huelen a café y a papel Bond. Soy cantera y plata y poesía que solo leen los niños y los locos.
Entonces, por supuesto, los pecados arquitectónicos de la ciudad son mis propios pecados. Los baches, los tiros de mina. La ciudad como queso y mi espíritu también, horadado por las culpas y las dudas. Las paredes de ladrillo desnudo, la basura en las esquinas, el abandono de su gente. Así yo también: descuidada, solitaria. Rascándome las heridas con desinterés. Las megaconstrucciones gubernamentales, como símiles de mi propia petulancia. Los elefantes blancos, como metáfora de mi propia maldad. Así es como veo yo al Hotel Don Miguel: como un símbolo inequívoco de que el espíritu humano puede ser perverso y que, además, es capaz de presumir su propia corrupción moral.
Ni siquiera sé de donde nació mi desdén hacia aquel monumento a la maldad. No es como que alguien me lo haya enseñado. A nadie le importa. Es un lugar al que todos hemos ido. O a una boda o unos quince años o a una convención friki. Es el Hotel Don Miguel, después de todo. Con su color amarillo enfermizo y sus perpetuos salones y estacionamientos y habitaciones misteriosas y su piscina extraña, sus pasillos liminales, sus empleados fantasmagóricos.
A veces tengo la fantasía de que crezco más grande que el Niño Dios de Zóquite y con pasos de gigante vengativo pisoteo tal lugar, que lo destruyo como Godzilla en Saltadilla, con gritos y garras y láser por los ojos. Y que luego, convertida en una mujer decente y muy normal, admiro el cerro que se robó aquel edificio digno del momento más perturbado de Escher. Pero todos los días, abro los ojos y el Hotel Don Miguel me sonríe con dientes podridos, como columnas jónicas que sostienen todos mis vicios. Y me dice, con voz rasposa, de hombre que se ha quedado toda la noche en la fiesta, tomando Bacardi y cantando canciones de desamor: Si aquí estas tú, yo también. Y si me quieres destruir, te tienes que hundir conmigo.
A veces le respondo que lo haré. Pero los dos sabemos que no será así. Que tendremos que compartirnos esta ciudad tan rara, hasta que uno de los dos caiga gracias a una fuerza más poderosa que nuestra enemistad.