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Por Sara Andrade
Siento que llevo tanto tiempo siendo adulta que se me ha olvidado el sabor peculiar del sándwich de jamón y del jugo Jumex de mango. A mi mamá le gusta contarme, de vez en cuando, de mi pequeña huelga en la primaria cuando le pedí que, por amor a todo lo santo, no volvería a prepararme el mismo lonche de todos los días. Intento recordarme a esa edad, pequeña, sin idea de nada, abriendo la lonchera para descubrir otra vez el sándwich en servilleta y el colorido contraste entre el mango muy amarillo y el azul escolar de los tetrapack de Jumex y sintiendo que mi peor pesadilla se había hecho realidad. ¡No otra vez! ¡Que sea todo menos esto!
Ahora, estoy tan ensimismada en el baile tedioso de la edad adulta que no puedo imaginarme sufrir ya por las ridículas luchas de la niñez. Me da un poco de pena, de hecho, el haberme aferrado a ese deteste tan feroz que hasta hace muy poco volví a vencer el terror a los sandwiches de jamón.
Lo que pasó recientemente es que me vi perseguida por un sentimiento que no reconocía como mío sino hasta el otro día que regresé a la universidad por unos trámites y vi a un grupo de estudiantes discutir sobre a qué bar irían después de clases y quejarse sobre el elevado precio de las caguamas. No sentí ni vergüenza, ni desdén, ni tristeza; lo que sentí fue una ineludible nostalgia. Me sentí enternecida, me sentí sabia y enterada. Me recordé a mí misma a su edad y quise darme un abrazo y un besito en la frente. ¡Realmente no tenías idea de nada!, me quería decir a mí misma, a pesar de que te esforzabas en decir que sí lo hacías.
Lo que quiero decir es que entre el recuerdo nostálgico y la asociación vergonzosa del pasado debe existir una especie de punto medio en el que puedas entender las virtudes de ambos sentimientos, porque puedo alcanzar a vislumbrar los equívocos de las dos perspectivas.
Por un lado, el error de saberme tonta y obstinada a algo que no me provocaba mayor daño y por otro, el error de idealizar la noble ignorancia y ridículo optimismo de los 18 años. Una por su rigidez y la otra por su laxitud. Ahora, por lo menos, las dos formas de ver mi vida se pasan por el tamiz de la autorreflexión socarrona.
Veo a los niños que acaba de volver a clases, con sus loncheras llenas de sandwiches y jugos y gustos por concretarse, y veo a los universitarios con sus ganas de emborracharse y pretender que la INE es como un boleto directo a la completa libertad. Lo veo todo desde la comodidad de los 30, creyendo que quizá he encontrado la respuesta estoica. Pero me quiero ver dentro de 10, 20 años, con una tercera y secreta perspectiva, bebiendo jugo de mango, quizá, con todos los miedos superados.
COLUMNA: MANÍCULA
AUTORA: Sara Andrade
CABEZA: Sándwich de jamón y jugo Jumex
FOTO: Freepik
Siento que llevo tanto tiempo siendo adulta que se me ha olvidado el sabor peculiar del sándwich de jamón y del jugo Jumex de mango. A mi mamá le gusta contarme, de vez en cuando, de mi pequeña huelga en la primaria cuando le pedí que, por amor a todo lo santo, no volvería a prepararme el mismo lonche de todos los días. Intento recordarme a esa edad, pequeña, sin idea de nada, abriendo la lonchera para descubrir otra vez el sándwich en servilleta y el colorido contraste entre el mango muy amarillo y el azul escolar de los tetrapack de Jumex y sintiendo que mi peor pesadilla se había hecho realidad. ¡No otra vez! ¡Que sea todo menos esto!
Ahora, estoy tan ensimismada en el baile tedioso de la edad adulta que no puedo imaginarme sufrir ya por las ridículas luchas de la niñez. Me da un poco de pena, de hecho, el haberme aferrado a ese deteste tan feroz que hasta hace muy poco volví a vencer el terror a los sandwiches de jamón.
Lo que pasó recientemente es que me vi perseguida por un sentimiento que no reconocía como mío sino hasta el otro día que regresé a la universidad por unos trámites y vi a un grupo de estudiantes discutir sobre a qué bar irían después de clases y quejarse sobre el elevado precio de las caguamas. No sentí ni vergüenza, ni desdén, ni tristeza; lo que sentí fue una ineludible nostalgia. Me sentí enternecida, me sentí sabia y enterada. Me recordé a mí misma a su edad y quise darme un abrazo y un besito en la frente. ¡Realmente no tenías idea de nada!, me quería decir a mí misma, a pesar de que te esforzabas en decir que sí lo hacías.
Lo que quiero decir es que entre el recuerdo nostálgico y la asociación vergonzosa del pasado debe existir una especie de punto medio en el que puedas entender las virtudes de ambos sentimientos, porque puedo alcanzar a vislumbrar los equívocos de las dos perspectivas.
Por un lado, el error de saberme tonta y obstinada a algo que no me provocaba mayor daño y por otro, el error de idealizar la noble ignorancia y ridículo optimismo de los 18 años. Una por su rigidez y la otra por su laxitud. Ahora, por lo menos, las dos formas de ver mi vida se pasan por el tamiz de la autorreflexión socarrona.
Veo a los niños que acaba de volver a clases, con sus loncheras llenas de sandwiches y jugos y gustos por concretarse, y veo a los universitarios con sus ganas de emborracharse y pretender que la INE es como un boleto directo a la completa libertad. Lo veo todo desde la comodidad de los 30, creyendo que quizá he encontrado la respuesta estoica. Pero me quiero ver dentro de 10, 20 años, con una tercera y secreta perspectiva, bebiendo jugo de mango, quizá, con todos los miedos superados.