
SARA ANDRADE
Cuando tenía 13 o 14 años tomé la decisión de ponerme una falda encima del pantalón de mezclilla. Porque me gustaba mi falda rosa de olanes, pero era muy corta y ligera, y porque como muchacha de colegio católico solamente sabía usar jeans. En mi cerebro plagado de la moda histérica y desinhibida de Harajuku y el miedo a ofender al Santísimo con mi desfachatez, llegué a la conclusión de que podía combinar mis dos pulsiones y juntarlas en esa imagen de falda-pantalón, sin pasarme por la cabeza siquiera que aquello era un crimen de la moda o una idea tan absurda para mis compañeras de la secundaria, que se me quedarían viendo con los ojos abiertos, los ceños fruncidos. Sara y sus ridiculeces. ¿Quién se pone una falda de encaje sobre unos jeans deslavados para una tardeada? No te acerques a nosotras, por favor. Qué vergüenza estar a tu lado.
Me acuerdo, muy claramente, de estar bajando las escaleras del colegio, volteando a ver mi falda, la campana ancha de los pantalones y mis zapatos rosas con glitter y preguntándome, con honestidad y desesperación, qué era lo que estaba mal de ese atuendo. A mí me gustaba. No quería ser Lindsay Lohan en Chicas Pesadas, pero tampoco quería parecer mormona. Quería ser una de esas chicas eclécticas japonesas que usaban medias de colores, vestidos de muñeca victoriana y pelucas azul aguamarina. O más importante: quería ser yo misma, sin sentir que estaba transgrediendo una ley que nadie me había enseñado y que todos parecían entender menos yo.
La falda-pantalón se convirtió, durante un tiempo, en mi atuendo de la rebeldía. Luego, cuando me veía sometida a las constricciones del uniforme, usaba collares, diademas, tenis converse rayados y rotos, aretes larguísimos, guantes y un particular desdén por la higiene que me hizo acabar varias veces en la oficina de la madre superiora. “Está bien que vengas con el molcajete colgado”, me dijo en una ocasión. “Pero es importante que te bañes todos los días”.
Mi desobediencia partía de esa necesidad que tenía de demostrar que las decisiones alrededor de mi cuerpo eran indiscutiblemente yo. La falda-pantalón, los tenis rayados, el cebo en el cabello. Todas esas eran decisiones que había tomado yo, a pesar de las reglas silenciosas de la cruel sociedad de la adolescencia. Para mí, eso era lo que tenía precedencia: no la uniformidad, sino la exploración total de mis gustos. Verme a mí misma saturada de los colores que me conformaban era más importante que aquellos momentos de momentáneo disgusto, en el que las personas hacían gala de esa creencia de que lo diferente es malo y debe ser destruido de inmediato. Pero ¿cómo puede destruirme una mirada? ¿Cómo puede evaporarme un comentario?
Con los años, lo que se consolidó en mí fue una fuerte convicción de que lo que me hacía feliz, ya fuera una falda sobre un pantalón, una canción, un libro, una persona, un modo de vivir mi vida, era más importante que los enredos de la opinión de los demás. Ser cringe y ser libre, sin la carga infinita de la ansiedad que provoca el punto de vista externo. Solo yo, volando alto, entre nubes de mi gusto, falda rosa sobre jeans azules.