El mar es una lágrima de Dios.
Dicen los que naufragan.
Dentro de sí,
ya ahogados
en el envés del agua,
suceden
en el reflejo del cristal marino.
Yo los he visto,
madre. En Isla Blanca,
en Puerto Acero.
Donde cae la noche
como una gota de ron.
Aúllan como lobos,
boquean.
Saben que han muerto,
madre,
pero la muerte del mar
es blanca e infinita.
Te cuento, madre:
en Isla Blanca suena el polvo asiéndose
del piso.
El pueblo sobrevive de la pesca.
Y el olor se tritura
dentro de los contenedores de harina.
Por eso los
pobladores creen
que su Dios está en el agua
(y que el cielo, entonces, es el agua);
como si una mano gigante
de pronto diera
vuelta a nuestra historia sin caernos.
Estamos atrapados,
mamá.
Te cuento, madre:
en Puerto Acero el mar ha sido siempre negro.
Contrario a la harina de pescado,
ahí no se procesan
alimentos blancos. Ahí rondan,
-dicen los que vuelven-
endemoniados caballos, errantes de tristeza.
Madre,
los rocines demonios,
contrario a nuestra lógica, son
ángeles bragados que alientan a vivir.
Y galopan la marea.
Pero negra.
Porque la oscuridad se tienta por las crines de la
noche, y jala, empecinándose a la negra espuma del mar, la
sombra cabellera de Dios.
Te digo que los ángeles, en
Puerto Acero, son peces,
nada más.
Tener la libertad del eco,
repetirse.
Planear,
ser trueno,
zumbar,
multiplicarse,
observar todo desde el aire.
La mano de Dios
sosteniéndome,
me hace perder
toda posibilidad
del vuelo.
Tengo que reconocer:
ser muerto tiene un poco de Dios.
Cuando me escucho
al otro lado del eco
sucede ahí
algo como nube,
algo como de mucha ausencia
que te aprieta.
Recordar, madre,
que fui tuyo,
me hace creer
que fui un largo camino al mar,
un larguísimo camino
lleno de bondad.
En los oídos de Dios,
sonándome,
hay sirenas,
que naufragan en el ruido.
Y recuerdo, entonces,
que los náufragos
no precisamente son ahogados
y bellos.
*
La hojarasca tañe su recorrido.
El viento peina con su mano invisible
las ya quebradas hojas de los árboles.
Pincel al surco,
aliento de la tarde.
Esa es la risa de Dios:
un concierto de hojas desprendiéndose,
fragmentadas.
El agua silba con sus ramas descosidas.
Camina la tarde con su postura de fuego,
de alambre encendido;
piedra que muele un pedazo de luz
y enmarece hasta chistar una forma de mar
azotándose,
dando vueltas,
salpicándose furia.
Así retoza Dios
en el lenguaje muerto
de las hojas.
Amarece.
Quizás
haya nacido entre los dos
una forma de mar.
Tú haces al agua,
le buscas una forma,
suena.
Cómo el aire
puede enunciar tu nombre
cuando es lluvia.
Cómo el aire
puede traer tu nombre en las alas de los pájaros.
Aparece tu mano
y acaricias al agua en el viaje
del tacto.
Tu desnudez es una forma en los trayectos del agua,
en los límites del surco.
Porque profunda eres,
secreta como la risa de los ángeles.
Viajas a los rincones
de mi profundidad,
porque insondables son mis penas,
profundos
son los ecos
de mi corazón.
Del libro En los ojos del mar, de Fernando Trejo.
(Editorial Cuadrivio, México, 2022).
XXVII Premio Nacional de Poesía Ydalio Huerta Escalante 2017.