ENRIQUE GARRIDO
Para los católicos, el miércoles de ceniza es un ritual que, entre tantos significados, busca recuperar la conciencia de la finitud de la vida. Con la mirada al piso, el único sonido perceptible es cuando el sacerdote en turno proclama “recuerda, que polvo eres y en polvo te convertirás”, vaticinio simple, pero profundo. Al pensar en la muerte, inevitablemente también vienen ideas como fin, límite, ausencia. ¿Existe algo que pueda trascender la vida?
Como si se tratara de una sátira del siglo de oro, en este año bisiesto el miércoles de ceniza cae el 14 de febrero, día del amor y la amistad. Más allá de la motivación capitalista que impulsa esta celebración, resulta paradójico que el día donde el ayuno y la abstinencia de carne son las normas, también reclama “prohibido prohibir”. ¿Tendrán algo en común la ceniza y el amor? Francisco de Quevedo, en el célebre poema Amor constante más allá de la muerte, plantea que existen sentimientos que desbordan la vida y la muerte: “Alma a quien todo un dios prisión ha sido, / venas que humor tanto fuego han dado, /médulas que han gloriosamente ardido, su cuerpo dejarán, no su cuidado, / serán ceniza, más tendrá sentido, /polvo serán, más polvo enamorado”. ¿El amor puede rozar el infinito?
Se trata de una necesidad que el ser humanos creó y que suele rebasar a las básicas como alimentarse o dormir, pues no existe otro animal que sufra de mal de amores; sin embargo, tampoco podemos negar que le da sentido a nuestra existencia. Es sublime por complejo, es bello, pero lastima. Lo queremos y lo padecemos. Hay historias de amor que se concretan, otras terminan de forma abrupta y unas sólo existen en la mente de alguien desdichado; hay amores silenciosos, otros ruidosos; unos públicos, otros secretos; largos o furtivos.
Para Albert Camus “no ser amado es una simple desventura. La verdadera desgracia es no saber amar”. ¿Se aprende? ¿Se estudia? Durante mucho tiempo el enigma del amor, su esencia y su dinámica, ha coqueteado con la poesía y la ciencia. Polos opuestos se unen, quizá ese sea su verdadero poder o, como pensaba Martin Luther King, es la única fuerza capaz de transformar a un adversario en un amigo. ¿Una emoción tan inmensa cómo se siente?, ¿cómo mariposas en el estómago? El psicólogo Zick Rubin, en su Teoría del apego, sugiere que, para que se considere amor romántico deben existir tres elementos: Apego, cariño e intimidad, así, por ejemplo, si sólo hay apego y cariño, eso quiere decir que la persona sólo nos cae bien, pero si existe una fuerte necesidad de intimidad, no sólo sexual sino espiritual y emocional, temo decir que saltamos del barco siguiendo un hermoso canto.
La anterior solo es una de las tantas teorías y estudios que existen, y seguirán, entorno al amor. Resulta curioso la manera en la que los seres humanos buscan racionalizar las emociones, como si con ello pudieran controlarlas. Ciertamente, creo que no podemos, no hay probeta que aguante la pasión, ni barómetro que alcance a medir la falta de alguien. Y es que amamos con la locura de Romeo y Julieta; la paciencia de Penélope esperando a Odiseo; la tristeza de Orestes recordando a su padre; la motivación de Juan Preciado entrando a Comala; a la distancia; con razón o sin razón; con peligro o a la segura; porque nos recuerda a alguien u olvidamos a alguien; por una sonrisa de postal, un gesto, un lunar. Podemos amar a alguien a quien vimos nacer o vimos morir, pero que vive en nuestro recuerdo, a quien nos dejó y quien se quedó, a quien conocemos y a quien vamos a conocer. Aristóteles decía que el amor se compone de un alma dividida en dos cuerpos, siendo así, hay un destino que cumplir.
Al final no debemos ser tan arrogantes y pensar que vamos a poder, si quiera, medir el amor. Una fuerza telúrica de ese tamaño nos rebasa, pues tiene algo de azaroso, de predeterminado, de sorpresa, de espontaneidad y de rutina. Por eso es mejor la humildad y saber que, como dijo Julio Cortázar, nosotros “no haremos el amor, él nos hará”.