Es un sábado de cólicos, antojos, flojera y quehaceres, así que abro la computadora para buscar alguna película, una mala que me sirva de ruido de fondo mientras limpio la cocina. Abro Prime, reviso lo que me recomienda –sí, me recomienda pelis terribles porque amo dejar de fondo pelis y series terribles, me distraen– y aparece Mejor… solteras. Veo el thumbnail, me suena, pero no del todo. Le doy play. Es con Dakota Johnson y Rebel Wilson. Pasan unos minutos y recuerdo que la vi en el cine cuando salió, pero en LATAM la traducción es Cómo ser soltera. Una comedia romántica con un mínimo discurso ¿feminista?
La protagonista, Alice (Dakota) le pide un tiempo y espacio a su novio de la carrera, Josh; le dice que ahora que se han graduado se da cuenta que nunca ha estado sola, que no sabe cuánto de lo que le gusta o lo que cree que que quiere es suyo y cuánto de él o de ellos. Así que se avienta a la excursión más complicada que alguien puede emprender: conocerse. Después de un tiempo cuya extensión no queda clara en la película, y de una one night stand, decide que ya ha visto lo suficiente del mundo sin los lentes de “pareja” y le anuncia a Josh que “está lista”, pero ahora es él quien no quiere retomar esa relación y le hace un slutshaming. Y entonces me acuerdo: yo vi esta película sentada en el cine con mi ex el conservador-de-misa-todos-los-domingos-panista, el ex nos-vamos-a-casar-cuando-te-gradúes, el ex no-tenemos-coito-porque-Dios-primero-pero-quiero-todo-lo-demás, el ex yo-te-llevo-y-traigo-a-todos-lados-que-para-eso-eres-mi-novia. Jodido. Y claro, esta película, con su mínimo discurso en pro del autodescubrimiento de una mujer lo enfureció. Mientras yo me reía con las seis historias clichés con respecto al amor, él se arremolinaba incómodo en el asiento de al lado. Resoplaba a ratos. Yo sólo lo ignoraba. Al salir me recriminó la elección de la película y arremetió: ¿qué es eso de querer ver quién eres y tirar a la basura tu relación? Si ya tienes un novio seguro de querer estar contigo, ¿para qué vas a querer más? Recuerdo que discutimos, recuerdo que me hervía la sangre, pero entonces me faltaban las palabras para decir de forma precisa por qué diablos me encabronaba tanto su reacción a la película. Hoy sí tengo las palabras.
A Jerry lo que le achicaba su masculinidad era que una mujer pudiera decidir sobre sí misma, agravado por el hecho de que en sus decisiones el amor fuera tan sólo una opción entre tantas en la lista de metas, ¡que hubiera más! y para acabarla de regar: que incluso si el amor fuera una opción, ¡otras más atractivas y libres lo destronaran! En la película, la protagonista no rechaza el amor, de hecho, está obsesionada con él, y es sólo cuando se da cuenta que en efecto no puede ser éste el eje gravitacional de su vida cuando por fin empieza a vivir su vida para ella. Lo que, por cierto, toma poco espacio de la película. Y eso lo tenía molesto, mucho. Recuerdo cuando le hablaba de mi proyecto de irme al extranjero y me decía, casi como sentencia, que antes nos casaríamos. Cuánta imbecilidad. No faltó mucho para que en la discusión Jerry hiciera como Josh, humillar a las mujeres por su libertad sexual: las mujeres sólo piden un tiempo porque lo que quieren es andar de güilas con otros hombres, vivirla, y luego esperan que las quieran de vuelta y las quieran bien.
En esa ocasión empecé a entender que para hombres como él, una mujer no puede desear nada con mayor fuerza que al amor, y de paso reconocer que su posición con respecto a él es subyugada, vertical y no horizontal: una no elige a quien amar, agradece que la amen –si ya tienes un novio seguro de querer estar contigo, ¿para qué vas a querer más?– y que, apegado al código del amor romántico, si quieres conocerte a ti misma, házlo por medio del amor. Cónocete en función de la relación en la que estás. Transmuta cada vez que el amor lo ocupe otro tipo, con otra cara, pero que se rija por las mismas ideas. Fuera del amor, no hay nada en ti que valga la pena conocer. Haz del amor tu camisa de fuerza.
Yo estaba furiosa porque había dejado que me pusieran la camisa de fuerza sin saberlo, vulnerable por un abuso de una relación previa, cayendo en la promesa de que una relación con un hombre seis años mayor que yo –yo tenía 19–, de “valores”, iba a ser para mi bienestar y seguridad. Me molestaba ver que había caído, desde otro ángulo, en las mismas fauces inhabilitantes de la misoginia, envuelto en papel-amor-romántico. Ese que te impide ser y te vulnera. La ventaja fue que si algo conocía muy bien de mí era que tengo carácter y soy temperamental. Ya me había callado antes, pero no me callaría otra vez. Y no lo hice, pero me faltaba el lenguaje para nombrar aquello que articulaba conductas que no toleraba: los celos, el control, hacerme sentir culpable, preguntas constantes sobre mi récord sexual, constantes recordatorios de que en pareja yo ya no era una persona individual con agencia propia. Claro, no se presentaron estas conductas a la primera ni todas juntas. Me zafé de esa relación y poco a poco fui aflojando la camisa. Pero desaprender conductas con respecto al amor, desprenderse de comportamientos automáticos –temer que tal vez nunca he aprendido a estar sola, lo que sea que “sola” represente– es complicado. En mi vida, han habido dos grandes ejes: el Amor y el Trabajo. Y como péndulo he ido y venido de ambos extremos, tomándolos como imperativos. Pero, ¿qué hay en medio? ¿quién y qué se encuentra en la interjección de estos dos ejes?
Todas nos hemos equivocado cuando creímos que el amor nos salvaría, y que por medio de él saldríamos transformadas; así, me grabo en la piel las palabras de Gornick: el amor como metáfora está bien, pero hace mucho dejó de ser un acto epifánico, nada me dice de la vida, mucho menos de mí misma.