Marifer Martínez Quintanilla
Para A., C., Gc., Gv., I., J., N., V., Y.
“El abandono del hogar sólo tiene
la recompensa de la amistad”.
En esto creo, Carlos Fuentes
Entre la morada interior, esa que Bachelard definiría como la casa natal, y el mundo que se despliega ante nuestros ojos existe un hilo que nos mantiene vinculados: la amistad. No por nada se insiste en que las amistades y los procesos de socialización son cruciales en la infancia, es en ese intercambio e interacción donde vamos encontrando contrastes y afirmaciones de lo que somos, queremos y creemos. Para Fuentes, la amistad es lo que confirma la sabiduría originaria del hogar y la pone a prueba. Y asegura que sin la amistad ninguna morada interna se mantendría en pie, que a través de ella el hogar y el mundo se abren ante nosotros: “Abiertas las puertas de la casa, descubrimos formas del amor que hermanan al hogar y al mundo. Estas formas se llaman amistades”. En eso creo yo también.
El 17 de diciembre del 2022 estaba sentada en el escritorio de la habitación que mis padres acondicionaron para mí. La que fue mi recámara ha pasado a ser de mi hermano, y el que fue su cuarto es ahora un estudio con sofá-cama donde estoy ahora sentada escribiendo esto. El año pasado estaba aquí, en este espacio ambivalente escribiendo con mucha desazón. Recuerdo que era un día de luz diáfana, acababa de recuperarme después de días muy enferma y escribí algo sobre la ciudad, sobre Madrid. Acerca de su hostilidad y su capacidad de devorarme y hacerme caer en la vorágine. Hoy todo es radicalmente diferente. El año pasado hacía un esfuerzo mayor por ocupar la ciudad y habitarla. Me sentía perdida en su inmensidad. Ahora, cuando tomé el vuelo a Monterrey, sentí que no quería dejarla. Claro, la expectativa de ver a mi familia y mis amigos me entusiasmaba más que cualquier cosa, pero esta vez hay una diferencia: siento que salgo de mi hogar por un tiempo, esperando volver en febrero para reencontrarme con mis amistades y continuar mi vida allí. Ese es el peso y la importancia de Madrid: los afectos que anhelo y tengo allí.
En ese escrito de hace un año digo que escribo para Madrid, tal vez, o para mí o para nadie. En cambio, este escrito, que es mi última columna del año, es para más de una persona: es para las amistades que han estado conmigo y que, si me veo obligada a señalar una fecha, diré que se volvieron más sólidas y presentes a partir de mayo. Amistades que, en su mayoría, somos extranjeros y que nos hemos acompañado mucho y significativamente en una ciudad que, poco a poco, vamos haciendo nuestra.
Y, así como los vínculos afectivos nos hemos hecho compañía, la literatura también. Ha sido a través de lecturas, apuntes, conversaciones en cafés y terrazas con amigos que puedo hablar de esto. Como dice Mafe Moscoso, el desamor como la literatura no se hace de forma individual, se hace en compañía.
Un martes por la noche, en mayo, nos reunimos I., Gc, Gv y yo en el café La Bicicleta, íbamos a discutir la selección de poemas que Gv había elegido para el taller. Cuando la vi llegar noté que algo no estaba del todo bien. Los otros dos aún no llegaban. Nos pusimos a platicar. Muchas otras conversaciones sinceras, bidireccionales, tendrían lugar a partir de ese martes. Más de una ocasión caminamos por Madrid, un poco desorientadas en la madrugada, dejándonos llevar por el ritmo de la conversación. El verano, que golpea con su calor, sus calles y locales vacíos, con los ires y venires de la gente local o foránea de la Comunidad de Madrid, dio espacio para una proximidad mayor.
Desde entonces, muchos fines de semana los he pasado fuera de mi piso, alojándome en los pisos de mis amistades, saliendo a cenar y tomar algo por la noche del viernes y quedándome hasta un lunes a mediodía, cuando la rutina reclama el regreso a la casa y al trabajo. Con V. y con Y. he descubierto un espacio seguro para la vulnerabilidad y la oportunidad de tener conversaciones transparentes y honestas. Un piso que invita a la convivencia, al cariño, a los abrazos, lo mismo que las carcajadas y reuniones a propósito de Taylor Swift, festejos de cumpleaños y ver películas. Después están también las salidas a comer ramen, a tomar un cafecito, a festejar la independencia de Chile en Mercado San Fernando y andar las calles de Lavapiés con sus amistades que son, también, muy queridas.
La forma de vivir Madrid es caminando, y con Gc. he caminado mucho. Caminamos y nos vamos contando cosas, nos escuchamos; improvisamos –aunque cada vez lo dominamos mejor– rutas de librerías y vamos eligiendo calle y dirección según lo que uno u otro busca; además, termino, ineludiblemente, con un libro en mano porque Gc. siempre dice “Ah, Marifer, te lo mereces”. Y es muy convincente. Finalmente elegimos una terraza para sentarnos a tomar algo y seguir hablando o nos dirigimos a su piso a comer algo y, cómo no, seguir con la conversación.
A I. la caracteriza una espontaneidad que poco he visto en otras personas, además de una pasión por los libros que sólo escucharla hablar de ellos te llena a ti de energía. Y con la misma pasión y atención con la que lee y habla de literatura, así mismo se relaciona contigo. Hay una verdad en sus palabras cuando te dice “Cielo”, “Cariño”, “Aquí estoy” que no lo dudas un segundo. I. me dejó dormir en su habitación un par de días, mientras algunas cosas sucedían y caían en su lugar. Su habitación con su librero ofrece una calidez especial, entrar en ese espacio y observar su biblioteca es dejarte mirarla a ella. Sin reparos te ha dejado entrar en su mundo y te da cobijo.
En alguna ocasión Ai me señaló que siempre estoy fuera de casa, que voy mucho a la ciudad y que hago llamadas constantes a mis amistades en México. Lo que él quería saber era si me sentía sola. Y sí. En los últimos meses la casa me expulsaba y en otras ocasiones era yo quien se comportaba de forma hostil con ella. La soledad es un problema corriente, cotidiano y constante; a veces hay que darle espacio para verla y sentirla, y otras solo es necesario moverse, andar por la ciudad y hablar con los amigos y amigas. He vivido una soledad menos feroz, menos dañina, una soledad como cualquier otra que ya no me espanta si veo su rostro.
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Estamos Am. y yo sentados en una mesa en Café Limón, en Monterrey. Estamos platicando y a cuento de no sé qué le suelto: “Sin afectos no hay lugar”. Todo lo que había pensado, escrito y dicho sobre Madrid, hasta hace unos meses, circundaba un espacio vacío, un no-lugar casi. Era un espacio en potencia. Lo que quiero decir es que si no he querido dejar atrás esa ciudad ha sido gracias a mis amistades, a sus palabras, a las conversaciones y también a los momentos de compañía silenciosa. Quignard tiene razón cuando escribe esto: “La amistad es el único sentimiento humano cuyo cuerpo es la lengua pura. Es ese oído siempre dispuesto para la confesión que se ignora a sí misma y que vaga, la ocasión para vaciar el peso del corazón…”, porque ha sido la palabra la que nos ha vinculado y mantenido unidos a ambos lados del Atlántico.