Por Sara Andrade
Últimamente he estado pensando mucho en quirófanos, medicamentos, recetas y doctores vestidos en batas blancas preguntándote que en dónde y cómo exactamente es que te duele, incapaz de entenderte del otro lado del escritorio y de los límites de tu cuerpo.
Tengo una proclividad natural a los hospitales, no por una afición a las carreras médicas, sino por una afición a la enfermedad y a las dolencias. Si no era un hueso roto, era la piel herida; si no era el estómago, eran los pulmones. Y yo, entrando y saliendo por las puertas de cristal de todas las clínicas de Zacatecas, como en una marea, nunca realmente abandonando el hospital que me vio nacer.
Como todos los enfermos pretenciosos, con mi (primer) diagnóstico de tuberculosis, lo primero que hice fue leer La enfermedad y sus metáforas de Susan Sontag, intentando entender mi condición de enferma victoriana en pleno siglo XXI. En su libro, a muy grandes rasgos, Sontag recoge las imágenes a las que asociamos a los enfermos en la modernidad y como las cubrimos de metáforas para no lidiar con la vulgaridad de su realidad. Recuerdo haberme sentido reconfortada al leer que, durante años, a la tuberculosis se le consideraba “bella”, la enfermedad de las mujeres que amaban a pesar de sus condiciones (como La Dama de las Camelias o Satine de Moulin Rouge), la enfermedad de los artistas, de los frágiles y los pálidos.
Recuerdo, sobre todo, nunca haberme sentido así. Entre más enferma estaba menos hermosa me sentía. En todo caso, me sentía más solitaria, más alienada. No había nadie a mí alrededor que comprendiera el dolor de mi cuerpo. En su ensayo Estar enfermo, Virginia Woolf describe a la enfermedad como imposible de describir, cuya profundidad es tan particular que la compasión nunca es suficiente. Hay dolores que se pueden compartir, como el de la muerte o la pérdida. Pero hay dolores que solamente son de uno, como un dolor de dientes o una migraña.
Quiero pensar en una metáfora de la enfermedad y me imagino una ciudad sola en la que tú eres la única habitante. Pienso en que, a pesar de estar sola, tengo que echar a andar a la ciudad sola: apagar y prender el alumbrado, abrir sus tiendas, tocar las campanas de las iglesias, regar los jardines. Es demasiado para una sola persona, pero así es el dolor. Personal, indivisible, demasiado grande para un cuerpo, pero lo suficientemente celoso como para habitar sólo un cuerpo a la vez. Podría pasar otras 500 palabras describiendo qué me duele, pero incluso hay una limitación en mis palabras, en mis experiencias, en lo que estoy dispuesta a compartir.
Como un agujero negro, sólo puedo señalar el horizonte de eventos alrededor de mi dolor, así como solamente puedo intuir el de los demás, no porque lo sienta tal cual, sino por la mella que dejan, por su aura indescriptible.