
MAURICIO BERUMEN JIMÉNEZ
Aquella solicitud de amistad hubiera terminado como todas las demás, ahogándose en el olvido. Pero ese día estaba aburrida y se permitió revisar quién quería conocerla a través de la red social. Tenía meses recibiendo solicitudes de extraños, como si mágicamente el internet la hubiera puesto en oferta y los algoritmos de todos los desesperados en el amor los redirigiera hacia ella.
Una y otra vez veía su foto de perfil, y allí estaba: sentada en el pasto rodeada de flores que se peleaban por los rayos de sol, con un vestido de flores deslavado, una sonrisa con más cansancio que alegría y los ojos apuntando al cielo, buscando la cámara que intentaba capturar el momento. Que ella supiera no tenía un letrero de “se busca novio” ni “amistades de pervertidos”. Tampoco era que su semblante suplicara el amor de un príncipe azul. Más bien asemejaba a la de un colibrí que ha olvidado cómo volar.
No mostraba los dotes de su figura, —una figura que, a su gusto daba la impresión de una escultura de cartón abandonada en la lluvia—. Sus demás fotografías públicas iban por las mismas: ella intentando no ser capturada, como evadiendo la eternidad de los pixeles. Nada interesante, realmente. Allá, muy olvidada en el tiempo, una imagen de su juventud donde enseñaba el trasero junto a sus amigas, con una botella de tequila en la mano, como si se tratara de una edecán promocionando la estupidez… o al menos así lo creía ahora.
No entendía entonces, la urgencia de tantos hombres amontonándose en el buzón de solicitudes. ¿Habría pandemia de solteros necesitados?, llegó a preguntarse, luego de recibir tantas notificaciones buscando su amistad virtual.
Y en un principio fue interesante aceptarlos, escuchar lo que tenían que decir, descubrir sus vidas. Estaba despechada, ¿por qué no darse la oportunidad de un comienzo nuevo? Sin embargo, con el paso del tiempo, se dio cuenta que no estaba lista, que de la herida aún manaba recuerdos y lágrimas espinosas que abrían a su paso nuevamente la desconfianza.
Además, comenzó a aborrecer la fórmula repetida para contactarla y convencerla de salir. Parecía que todos habían visto el mismo tutorial para ligar, todos creían ser una perla escondida en algún capítulo del mar y juraban tener más poder que cualquier genio liberado de una lámpara listo a conceder cualquier deseo. Había sus excepciones, no lo negaba, pero luego de un par de citas, encontraba cualquier defecto o pretexto para salir huyendo.
Por eso dejó de intentarlo, de escuchar y ser persuadida por sus amigas que necesitaba una pareja en su vida. Lo único que necesitaba era sobrevivir, filosofaba. Eso… y las salidas de los fines de semana que la hacían despertar con resaca. Eso… y el amor propio que juraba darse. Eso… y las historias que subía a sus redes sugiriendo que era feliz tomando café sola, o asistiendo a diferentes actividades. Eso… y sus oraciones motivacionales como si fuera una poetisa de la vida moderna.
Pero en el fondo, ella misma sabía que no era así. Extrañaba compartir su existencia con alguien, ser escuchada en medio de la tormenta, hablar de sus aspiraciones y sus de intentos fallidos por consolidarlas. Extrañaba, desde lo más profundo del alma, esa sensación que se produce cuando alguien te ama, cuando alguien te admira, aunque seas un trozo de basura que no ha logrado nada y que además, ese mismo pedazo de basura está lleno de defectos dispuestos para mostrarse en cualquier momento y arruinarlo todo. Extrañaba sentirse acompañada, ser acariciada en esa piel que estaba apergaminándose y ya podía perpetuar mitos egipcios. Extrañaba hacer el amor y liberar energía como una estrella de neutrones expandiéndose por el cosmos íntimo de las sábanas.
Fue quizás entonces, por aburrimiento, o por esa mezcla de hastío y esperanza, que decidió abrir con curiosidad el icono de solicitudes para intentarlo una vez más.
Allí estaba él, mostrando en su fotografía de perfil esa sonrisa segura, esos ojos penetrantes, esas cejas como plumas de cuervo sacadas de los sueños de la noche. Había algo magnético en esa imagen, algo en esa expresión que la invitó a querer saber más. Indagó de principio a fin en el perfil del extraño, y entre más escarbaba en ese pasado ficticio o real, más se interesaba por él.
Descubrió que le gustaba nadar, las motocicletas y la pintura. Que de vez en cuando viajaba, y que tenía cierta afición por escribir o compartir frases inspiradoras sobre la vida, justo como ella. Una especie de cliché giraba en torno a todo eso. Sin embargo, extrañamente era ese mismo cliché el que la atraía. Ya podía imaginarlo en la primera cita hablando de Picasso o de Van Gogh. Y no es que ella supiera mucho de pintura, pero podía apostar que para impresionarla comenzaría utilizando ese artilugio.
Estaba fantaseando mil cosas, cuando un: “¡Hola!” apareció en el chat. El corazón comenzó a latirle con fuerza y dejó su celular a un lado avergonzada, como si el tipo aquel se hubiera enterado que investigaban su vida en secreto, y por ese motivo se atrevió a saludar.
No había sido más que una coincidencia, pensó, sin dejar de sentirse boba por todo aquello. Ya no era una adolescente a quien por primera vez se hablaba alguien que le gustaba. A pesar de convencerse de esto, tardó unos minutos más en contestar. “Vamos a jugar al suspenso”, se dijo, “que no vea que estoy desesperada por hablarle”. Lo cierto es que no había contestado por tal juego, sino por la timidez que se apoderó de ella, o quizás había algo de ambas.
¡Hola! ¿Qué tal?, contestó finalmente.
La espera de la respuesta se tornó una eternidad, el corazón le retumbó queriendo brincar de su pecho al suelo como rana sangrienta y escapar al charco de la incertidumbre. Una y otra vez consultó el chat, pensando si ese: “qué tal”, no sonaba muy brusco, tonto, o desesperado.
¿Nos hemos conocido de algún lado, o por qué se me hace tan familiar tu rostro? ¿Estuviste en la prepa…?, fue la respuesta.
Ese fue el comienzo y a partir de entonces no dejaron de hablar ni un solo día a través de la web. Él la buscaba la mayoría del tiempo, le hacía preguntas triviales que en los ratos libres desembocaban en charlas profundas donde el uno al otro, se hablaban de secretos de la infancia o anhelos que aún no cuajaban en las hebras del tiempo y que quizás aguardaban en un futuro anónimo. Sorprendentemente él nunca le habló de pintura, fue ella la que tuvo que preguntar, y sorprendentemente también se tomó su tiempo para invitarla a salir y eso fue lo que la atrajo más. Él no se había leído el manual que todos los demás. Muchos de sus mensajes o inicios de conversación estaban fuera del libreto.
Por eso, cuando por fin se pusieron de acuerdo en tener una cita, ella casi se vuelve loca. No sabía cómo vestirse, maquillarse o peinarse, o si debía meter rastrillo en el monte de venus y ponerse la ropa interior de encaje negro que tanto le gustaba como se ceñía a su figura y la hacía sentirse menos acartonada y abandonada en la lluvia. Todo esto por si acaso, claro, por si debía saltar a la acción. Sus amigas le dieron múltiples consejos. Casi todas concordaron en que pasara lo que pasara, debía desnudarse, lamerle sus partes como gato silvestre y ejercitar su sexo, el cual con alta probabilidad, ya exudaba brea para fosilizar todo un valle de dinosaurios. Aquellas sugerencias la ponían nerviosa, porque no quería cometer errores con alguien que se había mostrado auténtico y sobre todo había llamado su atención, más que eso, la había logrado enamorar.
Quedaron en ir a cenar. Al final se vistió toda de negro, se alació el cabello y se pintó los labios color carmesí. Se sentía estupenda. Él le había propuesto pasar por ella en motocicleta, pero de último momento le surgió un problema y le dijo que mejor la veía en el restaurante. Cuando tomó el trasporte hacia el lugar, iba con mucho miedo de que la dejaran plantada, de llegar y darse cuenta que todo, no había sido más que una fantasía, que el dueño de la cuenta de donde le escribían era probablemente de un hombre obeso con manías sexuales y que solo quería burlarse de ella.
Cuando la dejaron en el lugar, le sudaban las manos y respiraba con dificultad. Imaginaba la vergüenza que pasaría si la plantaban allí, con toda esa fachada que había montado para lucir bien. Pasaría de sentirse magnífica a una estúpida. Con las bragas perfumadas, esperando quizás la siguiente oportunidad, si es que la había, para ser arrebatadas.
Pero mientras caminaba, una mano se alzó al fondo. Era él, sin duda. Se tranquilizó. Los pensamientos del gordo con los pantalones llenos de semen se esfumaron. Sin embargo, la persona que la recibió con los brazos abiertos para darle un abrazo, no era con exactitud, lo que las fotografías prometieron. Había algo distinto, algo que no supo descifrar. ¿Era tal vez, que se veía mucho más delgado en persona? ¿O quizás que sus hombros se notaban más aplastados como si cargaran un peso invisible? ¿O era esa sonrisa y cejas algo siniestras, que no se parecían nada a las que, en repetidas noches había memorizado de las imágenes?
Advirtió cierta incomodidad, una sensación que le sugería huir. No tuvo tiempo de que sus pensamientos comenzaran a enmarañarse, porque él se acercó, la saludó como un conocido de toda la vida e hizo un chiste en relación con sus tantas pláticas y todo terminó por apagar la desconfianza que se asomaba en su inconsciente.
No hubo contratiempo alguno durante la cena y la primera impresión se fue diluyendo entre los bocados de carne fina y el sabor del vino que estimuló la lengua como una serpentina que se estira con palabras. Se llevaron demasiado bien, justo como la relación que habían entablado por la web, y al salir del restaurant se tomaron de la mano y se comieron a besos cada tres cantos de grillo.
No hicieron el amor ese día, pero sobra decir que la velada fue mágica. Y para cuando la dejó en su casa, todos sus conocidos ya se habían enterado del suceso. Él se encargó de documentar en sus redes sociales a través de historias y publicaciones cada paso que dieron.
A ella le llegaron miles de comentarios felicitándola, diciéndole que hacían una hermosa pareja. No cabía en sí misma. Se sentía feliz y dichosa como hacía mucho no lo estaba. Su único deseo era tener más de aquello, de esa dopamina que se escurría por su cuerpo como jarabe de miel y la hacía sonreír, vibrar e incluso hasta tener apetito sexual, uno que había olvidado entre las telarañas de las constantes decepciones.
Los meses que siguieron, los vivió muy felices también, inolvidables quizás.
Pero…
Pero en cada una de las salidas tenía la impresión de que algo pasaba con él.
Al principio pensó que era la ropa, los estilos que adoptaba entre la formalidad e informalidad y los diversos colores que le gustaba usar. Sí, era eso, se convencía, aunque muy en el fondo no lo aceptaba del todo. Son sus estados de ánimo. Su sonrisa no es igual cuando está preocupado. Sus cejas, si algo le molestaba, se encorvaban más y le daban una expresión parecida a las sombras que se esconden tras un armario.
No, tampoco se trataba de eso, porque estuviera feliz, enojado, triste o lo que fuera, en cada cita estaba esa sensación de que algo cambiaba, de algo extraño, fastidioso y que no sabía precisar.
Intentó obviarlo, porque se trataba únicamente de un vago presentimiento, una leve incomodidad como la de un zapato que, con el tiempo y mucho andar, termina por olvidarse. Quería por cualquier medio, arrancarse ese estorbo que se arrebujaba en su alma. Por eso veía las múltiples fotos que ambos, pero más él, publicaban en sus redes: las sonrisas que le dedicaban a la cámara, las cenas, los paseos al atardecer, los helados con aventuras de chocolate, los museos donde le mostró las pinturas locales, los paseos en motocicleta sobre la columna vertebral de cualquier asfalto, los esporádicos besos que se dedicaban, el show de los payasos de los viernes, las películas de dos por uno y las palomitas en combo, los senderismos en mañanas radiantes, las bolsas de las compras en la plaza comercial, los regalos providenciales, sus manos entrelazadas, los cielos que contemplaban sus ojos, el bazar de los sábados, la música en vivo de un bar anónimo, una noche enterrada en el aburrimiento… Foto, tras foto, tras foto.
Se mostraban felices y ante el lente de la cámara presto a capturarlo todo, parecía que su novio no sufría ninguna transformación. Allí estaban sus cejas como dos cuervos serenos, su sonrisa afilada que no rasgaba el presente, su postura como la de una armadura que ha ganado mil batallas. ¿Qué pasaba entonces? ¿Qué era esa zozobra que la invadía?
Los días se amontonaron y la situación no mejoró, al contrario, no hizo más que empeorar. Cada día que pasaba, cada ocasión que se veían y ahora, cada foto nueva en la web, él iba transmutando. ¿En qué? No lo sabía. Ni siquiera podía encasillarlo en algo conocido y eso no era lo más preocupante. Lo era en cambio el terror, su presencia la inquietaba como si con cada pequeño cambio se tornara más desagradable estar con él.
Poco a poco dejó de frecuentarlo como solía hacerlo. Le daba largas para salir o le cambiaba los planes de último momento, se tardaba en contestarle los mensajes y sus respuestas eran cada vez más frías. Pero a él no le importaba. Incluso se volvió más insistente, y para ese punto, la figura de quien antes la había atraído era ya algo indescifrable.
En vano buscó el consejo de sus amigas, que sólo percibían lo que estaba en las redes sociales y le advertían que sería una loca si lo dejaba. Una de ellas le confesó haberse enterado por algún sitio que hasta le propondría matrimonio pronto.
Esto la alarmó. No podía casarse con aquella cosa. ¿Acaso los demás no veían lo que ella? En las reuniones a las que lo había llevado y presentado, ¿sus amigas no se daban cuenta de las deformaciones de aquel sujeto? ¿No les provocaba ansiedad su sola presencia? Al contrario, todos parecían amarlo y respetarlo, y decirle: “Te seguimos en internet, ¡vaya que buena vida tienes!”
Ella quería gritar, confesar que no era cierto. Porque luego de recordar las cosas con calma, sin la parafernalia de los corazones virtuales y buenos comentarios que se amontonaban como buitres entorno a cada publicación, no todo había sido color de rosa. Las fotos en el zoológico, era verdad, salieron espectaculares, sobre todo la del hipopótamo tras de ellos abriendo el hocico como si se los fuera a comer; o por lo menos ella era la que lucía espléndida con el vestido azul que hacía resaltar su piel. Sin embargo, durante la jornada entera, él no había parado de quejarse del calor, del olor a mierda de los animales, del gentío y los gritos de los niños. No la tomó de la mano durante el recorrido, la ignoró de manera categórica y solo sonrió al momento de posar para las fotografías. Al final la contentó comprándole una rebanada de pastel que estaba excelente y por la cual quizás olvidó los desaguisados. Y como esa anécdota había muchas, muchas otras.
Realmente no era la relación que esperaba. De cualquier forma, algo así sí podía sortearlo: los repentinos enojos, que la ignoraran, que no la tomaran la mano de vez en cuando. Lo que no estaba dispuesta afrontar era aquella figura misteriosa, la repugnancia punzante y la incertidumbre de lo que se encontraría al día siguiente. Y al día siguiente. Y siguiente. Y siguiente.
Una noche, después de pelear con él, verlo alejarse como una masa pesada, lenta y pegajosa subirse a su motocicleta y perderse en la espesura de las calles; soñó con que ella también comenzaba a transformarse en un proceso lento y paulatino. Primero fueron sus manos las que no reconoció, luego sus piernas que se le antojaron la arrastraban como un caracol prehistórico sin nombre; y al final, su rostro, que quedó reducido a una censura sin precedentes negándose a presentarse frente a la realidad. Un rostro sin historia, una máscara de piel lisa donde la identidad había quedado borrada.
Desconcertada, no entendía lo que estaba pasando. Terminó por despertarse empapada en sudor. Tomó su celular, como siempre para distraerse, y lo primero que encontró en una de sus redes sociales fue una foto suya con aquel sujeto y una leyenda que decía que la amaba mucho. La frustración la invadió una vez más. Parecía un ciclo interminable.
Pero el horror creció cuando notó algo sin sentido en su ojo izquierdo. Le dio un zoom a la imagen y su sueño se tornó realidad: el ojo estaba deforme. Inmediatamente fue al espejo del baño y al contemplarse no encontró nada fuera de lugar. Suspiró. Quizás había sido un error en la fotografía. Como sea debía terminar de una vez por todas con aquello.
¿Pero la pregunta era cómo? ¿Cómo debía alejarse de él? ¿Engañándolo con alguien más? No. No podía ser ella la mala de la historia. No permitiría que por algo así, se manchara su reputación frente a la sociedad. ¿Entonces cómo?, se preguntó hasta el cansancio.
Durante una semana que le pareció interminable estuvo tomando valor para confesarle que ya no se sentía igual a su lado y que debían separarse. Lo diría sin más, así, sin intentar pastorear ninguna palabra extra, ni inventar nada fuera de lo común. Estaba decidida, no aguantaba otro minuto.
Pero cuando tuvo la oportunidad de lanzarle la bomba, esta no estalló como había creído. Ella esperaba, desde el fondo de su alma, que los kilotones de sus oraciones lo harían volar muy lejos, más allá de lo que el proyecto Manhattan habría estimado. Lo que consiguió, en cambio, fue una onda expansiva en su contra.
Ante la noticia, él comenzó a desfigurarse con furia, como un coloso de cera expuesto a la flama más incandescente. Incluso ella creía ver trozos de su cuerpo caer al piso y evaporarse en la atmosfera con dolor.
—¡No, no y no! —repetía el hombre, cuyas cejas de cuervo ya no eran más que garabatos pertenecientes a una civilización inhumana, sumergidos en una cueva olvidada por el universo—. Tú no me dejarás. ¡Yo te amo! ¿Qué acaso no te lo he demostrado? ¿Qué te falta? ¿Más atención de mi parte?
Frente a cada súplica, él parecía disolverse con mayor rapidez, al grado de ya no tener la forma de un hombre. Verlo así la asustó mucho más que otras veces.
Quería salir huyendo, pero él la apresó con sus manos grotescas, parecidas a masas de lodo. Le suplicó que no lo abandonara, y su lenguaje poco a poco se transformó en chillidos ininteligibles.
Las personas a su alrededor, atraídas por los lamentos, una a una se acercaron con cautela a ver qué sucedía.
—No grites, por favor —le pidió ella con voz apagada.
Pero o no la escuchó, o fingió no hacerlo, y continuó lamentándose como una ballena que no volverá a ver la última ola de ningún mar.
—Por favor, baja la voz —suplicó de nuevo.
Siguió sin escucharla, y los quejidos se levantaron pretendiendo avisar a infiernos celestes de su dolor.
Para ese punto, un grupo de personas ya había formado un círculo a su alrededor, como sellando el pacto de infortunio para ella.
—Está bien. No te dejaré —dijo.
El chillido retumbó en forma de incógnita.
—¡Que no te dejaré! ¿Lo entiendes? ¡Pero ya cállate!
Las personas, así como fueron llegando, también se esfumaron.
La masa burbujeante en la que se había reducido su aún novio ya no pudo recomponerse. Aun así, tomó una fotografía del momento para subirla a sus redes y dar veracidad de que seguían siendo novios. El escrito debajo de esta rezaba: “Incluso en los momentos difíciles, te seguiría hasta el fin del mundo.”
Múltiples mensajes llegaron al celular de ella preguntándole si todo estaba bien y dándole ánimo para los tiempos difíciles, ofreciendo consejos como si el mundo entero, de pronto, se hubiera convertido en experto en relaciones amorosas. Que se vayan todos a la mierda, pensó. Ansiaba, con cada parte de su ser, meterse por el recto las buenas vibras, las recomendaciones, los me gusta, las redes sociales enteras y defecarlas encima de los estúpidos cánones sociales.
Sin embargo, con el alma rota y sin creer tener más opciones, contestó con emojis sonrientes, con gifs graciosos, e incluso escribió un nuevo mensaje en aquella fotografía: “También te amo.”
Estaba condenada.
El tiempo, al igual que antes, se amontonó sin brújula en el retrovisor del pasado, y los momentos “especiales” también lo hicieron en las redes: estados, fotos, videos, mensajes inspiradores.
Ya ni siquiera se reconocía en el espejo y el corazón palpitaba como arena movediza, en vórtice y con lentitud, convirtiendo el tiempo en algo viscoso, que nunca termina por derramarse en ningún lado.
¿Ya no podía hacer nada?
Se veía a sí misma en la estampida de fotos y no podía contemplar gran cosa. Igual que a su pareja, que ni forma de excremento tenía e incluso ya no le provocaba tampoco ninguna sensación: ni el horror de antaño, ni repulsión, ni mariposas moribundas en el fondo del píloro. Ella, en cambio, sí se daba asco. Asco de la farsa. Asco de ofrecerle su vida a terceros. Asco de haber perdido el tiempo en nada, en una mentira.
Fue allí cuando optó por eliminar sus cuentas de la web. No quería ver más sus deformidades. No quería saber nada de nadie. Solo deseaba entregarse a las corrientes del presente y dejarse llevar en la ruta que este quisiera conducirla.
Esa noche había planeado salir con sus padres y su prometido a cenar. Celebrarían la nueva noticia de la boda, pero… Llegó la hora en que él pasaría por ella, y el motor de la motocicleta no irrumpió en la calle. Le marcó al celular sin éxito. Pero, nunca contestó, cosa rara, porque no se separaba del aparato ni por error. Hizo lo mismo con sus padres. Nada.
Pidió un taxi y se fue al restaurante, donde no encontró a nadie.
De haber tenido redes sociales, se habría enterado de que, casi inmediatamente después de eliminarlas, su futuro esposo la dio por perdida y lanzó miles de publicaciones solicitando ayuda. ¿Por qué no contestó el celular entonces?
Regresó a casa consternada, y algo extraño sucedió en el camino: en el espejo del transporte pudo ver sus ojos, esos ojos de colibrí que habían olvidado cómo volar. No sabía con exactitud cuánto tiempo había pasado desde la última vez que los vio sin ninguna deformidad de por medio. Y aunque tristes, eran sus ojos y de nadie más. Ojos de un colibrí que puede volver a aprender a tejer nubes en el cielo.
Al llegar a su hogar creyó que encontraría a su prometido con alguna excusa, o con una sorpresa, o algo por el estilo. En cambio, encontró silencio.
A la mañana siguiente, de no haber eliminado sus redes sociales, se habría enterado de que ya era noticia, y que hasta ficha de desaparecida le habían hecho las autoridades.
Tomaron una foto reciente al lado de su pareja y, ni ella misma —ahora que había recuperado su forma antigua—, se habría reconocido.
Fue a casa de sus padres, que la echaron casi a patadas cuando les dijo que era su hija. Tocó la puerta de sus mejores amigas, que no hicieron más que correrla y tacharla de loca. Y, una vez más —si hubiera tenido redes sociales, pero de esa nueva ella— la habrían expuesto públicamente como una usurpadora de identidad, habrían hecho que toda la gente, la odiara. Por último, y a quien menos quería acudir, fue a su prometido. Esa misma cosa que ya ni si quiera mutaba, pero que seguía siendo incomprensible. Él tampoco la reconoció, pero, a pesar de la situación, no dejó pasar el momento para insinuársele.
—¿Qué ocurre? —se preguntó, ya casi al borde de la locura.
Deambuló por las calles sin saber qué hacer, hasta que el cansancio la detuvo en un jardín de la ciudad. Se sentó en una banca de piedra a contemplar sus manos, esas que también volvieron a ser suyas, junto a cada uno de los pliegues palmares en los que se podían leer múltiples futuros. Se soltó a llorar, y no sabía si era de felicidad, tristeza o de qué. Solo sabía que no podía parar.
Un joven que había estado tocando la guitarra cerca se acercó después de algún tiempo. Le preguntó si estaba bien, y luego, extrañado, la contempló con detenimiento.
—¿No eres la chica de las noticias? ¿La que está perdida? —dijo después de unos segundos.
—¿Qué…? —preguntó ella, muy apenas, evitando ahogarse con sus lágrimas.
—Sí, mira —y le mostró en la pantalla de su celular, luego de hacer la guitarra a un lado, una ficha de desaparecida—. Aunque pensándolo bien… no, no te pareces tanto que digamos —concluyó el joven.
No. Era verdad que no se parecía del todo. Sin embargo, esa fotografía sí era suya. Enternecida, vio al muchacho y su guitarra. Luego vio sus manos una vez más, y las lágrimas volvieron a escurrir.
—¿En verdad estás bien? —volvió a preguntar él.
Pero ¿qué iba a decirle? No lo sabía con exactitud, pero su boca se adelantó a cualquier orden y pronunció una frase concluyente:
—Sí, mejor que nunca.
El joven asintió y se alejó tocando su guitarra, las notas llegaban tan nítidas a sus oídos y a pesar de ser ondas invisibles, no podían ser más reales.