Por Sara Andrade
En esta columna he hablado ya de casi todas las estaciones: invierno, primavera y verano. Ahora que ha empezado septiembre y nuestros señores del capitalismo nos ordenan a comprar pumpkin spice lattes y velas con olor a manzana y canela, supongo que debo empezar a meterme en mi papel de otoño, con todo y sus colores sepias, sus lluvias y sus atardeceres dorados.
En la ciudad sabemos que ha terminado el estío (qué bonita palabra, por cierto, estío) porque a lo largo de los camellones del bulevar López Portillo comienzan a aparecer las lonas anunciando a los talentos para la Feria Nacional de Zacatecas. Junto con las celebraciones de la Virgen del Patrocinio y los perennes cuetes tronando en su honor, yo solamente tengo que asomar la nariz por la ventana para empezar a olisquear el peculiar olor de las hojas pisadas y de la tierra mojada (otra palabra bonita: petricor).
Pero el otoño para mí nunca ha sido como el que vemos en las películas o en los Instagram de las influencers cristianas de Connecticut, ataviadas con suéteres, botas altas, cabellos tan perfectamente peinados que parecen pelucas y de fondo una calle suburbana de perfectos techos blancos y hojas de maple recién caídas. Para mí el otoño se ve, más bien, como el cerro reverdecido y la luz gris de la media tarde.
Gracias a las lluvias de finales de agosto y todo de septiembre, La Bufa comienza a crecer zacate verde y algodonoso. Cuando salgo a caminar hacia el cerro, me sorprendo de ver la floración de las flores, de los árboles y del suelo, agradecidas por la poco usual lluvia en tierras zacatecanas. Para mí, el otoño siempre ha sido mi primavera. No por demeritar a las abejas y a las jacarandas, pero hay algo de precioso en la insistencia de la naturaleza, a pesar de lo que digan las generalidades.
Septiembre es un mes de comienzos, además de términos. Comienza a bajar el sol, los días se empiezan a acortar. En los mitos del mundo, los dioses comienzan a morir, las diosas lamentan la muerte de sus hijas; las hormigas comienzan a guardar sus nueces en sus agujeros y las cigarras, felices y contentas, se despreocupan de los fríos que se avecinan.
En la ciudad, los niños entran a clases, los godines sacan sus abrigos y comienzan a decir, mientras se soban las manos: “Ya vienen los fríos, ¿verdad?”. Nuestros gobernantes se preparan para dar sus informes anuales, con toda la pompa y circunstancia que merece el terminar un año y comenzar a otro.
De camino a La Bufa pienso en eso precisamente: en los finales, en lo necesario que son los rituales de fin, para permitirnos volver a empezar, en un ciclo perpetuo de renacimiento. Para mí, como una antagonista de las tradiciones del mundo, el año comienza en septiembre, con la caída de las hojas y el nacimiento del zacate, entre cuetes y pozoles y políticos en la portada de los periódicos. Terminar para volver a empezar.