
J. LUIS CARVAJAL
Hace año y medio, cuando publiqué mi primera columna en El Mechero, reseñé un libro de Alberto Avendaño, En la habitación oscura (Vocalibus, Toluca 2022), un poemario que me emocionó porque renovaba “nuestra fascinación por las ciénagas del alma cuando son alumbradas por la oscura fosforescencia de la poesía”. Por eso me entusiasmé al recibir por correo su nuevo título, Catálogo mexicano de cine de horror (Espina Dorsal, Guadalajara 2024): un pequeño volumen, encuadernado en rojo, con un diseño elegante y algo siniestro. El tema me sedujo. Nunca he escondido la inclinación (propia de mi generación, creo yo) que siento hacia la poesía “meta/artística”: hacia aquella que apalabra lo Real por mediación (o reflejo) del Arte: de la fotografía, la pintura o, en este caso, el cine de terror mexicano.
Ese tipo de poemas, supongo, se proponen cuestionar las relaciones entre el Mundo y el Arte. La lectura se multiplica, mezclando la emoción del autor con la de sus personajes y con la del lector. Mientras yo leía evoqué, por ejemplo, aquellas tardes de adolescencia, cuando mi tía Lola, la más jovial y solterona, me sonsacaba de casa para llevarme al cine, a ver películas románticas o de terror. Una de esas tardes vimos Él, de Luis Buñuel, que combinaba la pasión del romance con las obsesiones más aterradoras. Y en otra ocasión vimos Las poquianchis, de Felipe Cazals, que me hizo abandonar la butaca y meterme al baño, hasta donde se oían, torturándome, los gritos de esas infelices jovencitas prostituidas hasta la muerte. Estas dos cintas, junto con muchas otras, conforman este Catálogo mexicano de cine de horror, transmutadas en poemas que reflejan, recrean, reinventan las experiencias cinematográficas del autor o de las voces poéticas en que se va transmutando. Una visión poética del cine como experiencia estética, y de lo terrorífico como expresión de nuestra muy mexicana visión la Muerte. “Mi pueblo cela la tradición legítima de México”, escribe Avendaño, irrefutable y certero, antes de apuntar: “la muerte / es como una parvada de pájaros burreros / atravesados por relámpagos ensangrentados”.
El poeta no comete la descortesía de exponer la trama de la película, ni de valorarla por sus virtudes estéticas o sus defectos técnicos. Su propósito es más hondo y enigmático. En ocasiones es casi imposible descifrar la relación entre sus versos y la cinta a la que alude. ¿Quién es, por ejemplo, la voz que en “Ana y Bruno” nos confiesa: “la culpa como una osamenta enraizada / entre lápidas y cruces / monta la carcajada de un esqueleto”? En otras ocasiones, el poema nos escupe con crudeza las más crueles imágenes, como ocurre con “Las Poquianchis”: “Tú nos pegabas. Tú nos mataste. / Me dejaron sin comer hasta que accedí a prostituirme. / Nos querían linchar. / Por dios que así fue”. O bien, la voz increpa al personaje del filme, para que abjure de su hipocresía, como pasa en “Simón del desierto”, donde la voz poética invoca a los demonios que el ermitaño más teme: “Dame tu sexo, Asmodeo, y lubrica este falo / que me acerca al cielo cuando tu pueblo me pide un presente”.
Más que un catálogo de películas, lo que ha escrito Alberto Avendaño es un catálogo de horrores, monstruos y agonías que conforman nuestra mexicanidad, esa negrura que se expande desde nuestro corazón. Porque, como lo declara en “La libertad del diablo”, “todos hemos crucificado / levantado y decapitado / fumado y torturado / baleado y violado: / el mundo en un gemido”.