Sara Andrade
Esa es la tesis, ¿no?
Cuando contamos historias de terror el asunto no es comprobar que los monstruos sean reales, sino darnos cuenta de que somos aquello que nos atemoriza: los vampiros, los fantasmas, las brujas, los demonios. Criaturas terribles, hambrientas, fervorosas, con dos piernas y dos brazos, acechando en las sombras; capaces de actos de espantosa violencia, pero hermosos, intrigantes, objetos de deseo.
Quizá también por ahí va la cosa. Las criaturas terroríficas de las historias no son un reflejo director de nuestras peores cualidades, sino también de nuestros más profundos deseos. Ser amados aunque bebamos sangre; ser admirados aunque seamos puros huesos, aunque estemos llenos de pelo.
Mi espectro favorito es el fantasma, precisamente por esto.
El fantasma es la persistencia infatigable del ser humano. Es su deseo de seguir existiendo, por muy imposible que sea. Un fantasma está atrapado en el tiempo, en el tiempo del deceso o en su momento más feliz. Un fantasma es ingrávido, no está atado a las leyes de la física ni de la buena moral. Es una sábana bonachona o es un poltergeist violento. Un fantasma, sobre todo, es una prueba de que todo lo que hacemos aquí, en la tierra, en la corta vida que nos toca, no es en vano. Un fantasma es un propósito.
Antes a mí me aterraban los fantasmas y pasé muchos años de mi vida esperando por ver uno. Nunca sucedió. Las sombras del rabillo del ojo sólo eran eso. Las formas extrañas en la oscuridad en mi habitación eran un pantalón en el suelo, un suéter sobre la silla. Mis exploraciones urbanas a cementerios o casas abandonadas sólo arrojaban como resultado basura, grafitis; fotos de mi misma, fotos de mi mano señalando una esquina donde no había nada realmente.
Mucho después me di cuenta de que el fantasma que estaba buscando estaba en mí: mis culpas, mis deseos, mis secretos. El miedo que le tenía a desaparecer. La impotencia de saber que la vida continuaría sin mí. La certeza de que, por mucho que haga o deje de hacer, hay fuerzas más grandes que mí misma.
Pienso que quizá por eso los intentos de las personas de descubrir si existe Pie Grande o que si las luces en el cielo son aliens de otra galaxia resultan tan cansinos. Porque incluso en esa búsqueda por la verdad oculta el punto es el viaje y no el destino. Lo que le gusta al explorador es la emoción de andar y no lo que lo espera al final del camino, porque el final del camino siempre revela la verdad: no eran los marcianos, ni el chupacabras, ni la cabal de reptilianos, sino que eras tú mismo. Un largo camino hacia un espejo.
Tú eres la casa embrujada, en el estilo más Hanna Barbera posible: estás ahí, de pie, dejando entrar y salir a criaturas de todo tipo, esperando que alguna se encariñe de ti y se quede a vivir.