ADSO E. GUTIÉRREZ ESPINOZA
La mediocridad se presenta como ese primo lejano que nadie invita a la fiesta, pero siempre logra colarse para robarse el champán. Es el sabor a vainilla en un buffet de helados extravagantes, la música de ascensor en un concierto de rock, el “pantalones cortos y playera del América” en una cita con una bella mujer que se esforzó por verse bien. Pero ¿qué es realmente la mediocridad? ¿El aburrido vecino que siempre elige la decoración más insípida? ¿O es algo que todos conocemos, pero pocos se atreven a abrazar?
Quizás hemos tenido a un compañero de clase o de trabajo que siempre estaba ahí, en el fondo, ni destacando ni quedándose completamente en las sombras. No era la estrella de la obra, pero tampoco el extra o el suplente en el fondo. Es el término medio, el gris entre una paleta de colores vibrantes. A pesar de que se le mira de reojo, con madera en mano y con cierto temor, la mediocridad tiene sus propias lecciones y su encanto, como ese libro que nadie quiere tocar y mucho menos leer (así eran libros de ciencias en la biblioteca de mi comunidad). Revela historias interesantes. Quizás sea ese personaje en una comedia romántica que no se atreve a confesar su amor, se desliza por la trama de su vida, sin grandes giros dramáticos y tampoco escenas épicas (todos sabemos que ama a esa mujer, aunque fingimos sorpresa). Pero aún así, nos divierte con sus bufonadas, con esos giros cómicos que nos hacen apreciar la simplicidad de la trama.
Me pregunto si la mediocridad es tan mala, como la carne de puerco. ¿Acaso no es el lugar en donde la mayoría de nosotros reside la mayor parte del tiempo? ¿Los empleados que tienen todo para triunfar y prefieren sentarse para jugar una partida de solitario o navegar en Facebook? ¿Los estudiantes que tienen todo al alcance y deciden usar la IA para sus trabajos, creyendo que así engañarán a los docentes? ¿Los académicos que cambian el título de la misma investigación y la presentan en distintos congresos? En un mundo que a menudo exige grandiosidad, bajo un discurso de meritocracia (que aún no estoy seguro si existe), la mediocridad nos ofrece un respiro bienvenido. Es una hamaca en medio de un bosque tumultuoso, es ser Homero Simpson recostado en el sillón mientras Marge trabaja para mantener en orden la casa y los niños. Puede que no sea la cima de la montaña o las joyas de la Corona inglesa, pero ofrece un descanso tranquilo y reconfortante, una pila de plumas en una cama de cristal y piedras.
También es un maestro sigiloso que nos enseña lecciones valiosas, aunque no tan llamativas como las enseñanzas épicas de los héroes (podría, por ejemplo, encontrar las mil maneras para limpiarse el trasero después de ir al baño, sin necesidad de salir de una habitación). Nos muestra que está bien no ser el mejor en todo, nacer para segundear no es del todo desagradable. ¿Para qué preocuparse de entregar las tesis si de todos modos nadie las va a leer y terminarán en la basura? Nos anima a disfrutar del viaje en lugar de obsesionarnos con la meta (de todos modos, nos vamos a morir, incluso de la forma más estúpida posible). Nos recuerda que, a veces, las pequeñas victorias y las risas simples son tal valiosas como los logros espectaculares (para qué ganar el Premio Nobel de Literatura si se puede ser descubierto décadas más adelante y renovar la literatura). Nos enseña a robarle un beso a la supermodelo, sin necesidad de gastar miles para mantenerla como un trofeo.
Así, la mediocridad es el movimiento en una partida de cartas que no impresiona, pero coloca las demás para futuras jugadas. No es el full, pero contribuye al desarrollo de la partida. Es el movimiento que nos permite avanzar sin presiones innecesarias, sin la expectativa de tener que dominar cada aspecto del tablero. ¿Acaso no somos gobernados por mediocres?
También, nos invita a cuestionar sobre nuestras nociones de éxito y fracaso —¿quién decide qué es extraordinario y qué es mediocre? ¿Es realmente necesario vivir en una constante de superlativos o disfrutar de esa belleza de fantasía que nos ofrecen Tiktok, Grindr y OnlyFans? También, hay belleza en la simplicidad de arreglar la tubería tapada, llevar la comida a casa, estar con la familia y jugar con nuestros hijos o nuestras mascotas; en los videojuegos (¿cuántas veces hemos vencido ese Super Mario y aun así sentimos placer por mandar a volar a Bowser o Kuppa?), y en mirar cómo envejecimos con o sin estilo.
En última instancia, la mediocridad es parte integral de la experiencia humana. No todos pueden ser campeones mundiales, estrellas de cine o genios científicos, y está bien. La mediocridad nos enseña que la vida no siempre se trata de llegar a la cima de la montaña; a veces, es más sobre disfrutar del paisaje en el camino. Es un aspecto subestimado de la vida que merece una mirada más cercana y, quizás, un aplauso discreto. En un mundo obsesionado con la grandeza, la mediocridad nos recuerda que, a veces, el valor reside en lo simple, lo común y lo auténtico. Así que, abracemos la mediocridad con humor, reflexión y, por qué no, un toque de amor por lo que es: el hermoso baile de grises en un mundo de colores. En un mundo de excepciones, la mediocridad se convierte en una rareza.