En algunas rupturas lo que se quiebra es un orden de cosas, un modo de ser en el mundo, un sistema de ideas.
Laura Casielles en (h)amor roto¬7
MARIFER MARTÍNEZ QUINTANILLA
A partir del título del libro La palabra bonita se propiciaron sobre mí algunas ideas. No tanto sobre la palabra “bonita” o calificar a una palabra con dicho adjetivo, sino sobre la palabra que acaricia, que es suave, que surge de un sujeto y aterriza en otro, la palabra que solo es posible en vida. Está muerto aquello que no habla. El amor se termina cuando se agotan las palabras, la pasión se termina cuando se agotan las palabras, la vida termina cuando no hay nada más que decir. El silencio se cierra sobre nosotros, poco a poco, y entonces descubres tu nuevo estado moribundo. Das aire para que la palabra respire, pero a veces todas las vías están cerradas. La muerte habla mientras no esté cumplida, pero se mantiene inminente, avanza conforme se acaba el aliento. Solo los muertos pierden la lengua. La palabra es de los vivos. Ahí donde el silencio conquista frente al lenguaje, la vida acaba. Esto es lo último que diré respecto a Adrián e iré de la mano con las palabras de Brenda Ríos: “¿De qué escribir? De lo que está enfrente, sí. Pero también de todo eso que se pone debajo de la alfombra”.
¿Por qué cuidamos al otro después de la ruptura? ¿Por qué, principalmente las mujeres, nos empeñamos en extender, aún después del quiebre, ese manto de cuidado, atención y respuesta a los llamados de un hombre que poco cuidado dio en su momento y que, post mortem, sigue exigiendo ser maternado? Esta etapa de ser la ex madura, sensata, (unos amigos dicen que es incluso hasta elegante), o ya de la forma más simple ser the bigger person recomiendo ampliamente saltársela. No paga bien y deja debiendo mucho.
Yo ya no estoy para cuidar las espaldas de nadie, en particular la de quien traspasa límites y hace daño, no solo a mí, sino a quienes me rodean. No pretendía hacer de este texto una declaración personal enrabietada –no exclusivamente, al menos– pero está resultando imposible distanciarme lo suficiente para hacer de esta columna un ensayo sobrio, racional y argumentativo. Así que cedo ante el único propósito de unir textos, ideas y planteamientos que antes no me había atrevido a hacer porque continuaba protegiendo y cuidando a un hombre, a Adrián, su recuerdo, su imagen e incluso sus vínculos con mis amistades en Madrid.
Sucede, como es común, que en una relación heterosexual el cuidado es unilateral y sigue una lógica heteronormada que determina posiciones de poder que yacen, a su vez, en condiciones materiales. Un hombre blanco, heterosexual, con privilegio de clase añadido a los anteriores, es libre de tomar en una relación todo el cuidado y atenciones que él, como sujeto acostumbrado y acomodado a que lo maternen, es incapaz de devolver. Y, simultáneamente, coloca en posiciones complicadas e incómodas a personas –principalmente mujeres– que lo rodean, sin miramientos, y actuando con base en que su dolor es el más importante de todos.
Desde otro ángulo, regreso a unas ideas que he ido esbozando en partes de otros textos, como en Afectos prestados: “El primer año me sentí cobijada, no únicamente porque me vine con pareja, sino porque él tenía amigos, conocidos y familiares en el país. Unos más cerca que otros. Pero los tenía. Y ahí radicó lo que podría llamarle, tal vez, el engaño. Que él tuviera de alguna forma una red de apoyo más cerca o que familiares pudieran visitarlo con mayor frecuencia me hizo sentir que yo también tenía un soporte bajo mis pies. Lo que no había contemplado era la posibilidad de que si él faltaba lo demás también desaparecía”.
Tengo grabado en mi memoria el lunes 4 de septiembre del 2023 cuando él se fue de la casa. Durante una crisis que, como muchas otras, la cargué sola, él decidió irse: empacó sus cosas –las que pudo, dejándome el resto a mí para meter en cajas y enviárselo–, hizo maletas y salió de la relación de pareja, de cohabitación; tres años juntos y se fue en cuatro noches. Un “adulto” que no pudo soportar la duda. Porque las mujeres, en gran medida, cargamos con la relación, con los quiebres de esta, con la tarea imposible de conceder tranquilidad y certezas al otro: la certeza de que siempre vamos a estar ahí con él o, en su defecto, para él. ¿Acaso no tenía derecho yo a dudar de que la relación pudiera seguir sosteniéndose? Entre tantas incertidumbres, su ausencia y su precaria capacidad de acompañarme en mi malestar, ¿no tenía derecho yo a dudar de si continuar con la relación en el estado estéril –metafórica y literalmente, pues su libido dejó de existir al segundo que puso en pie en España– en el que se encontraba? ¿Tenía que ser yo quien dejara atrás la ciudad con los afectos que había tejido cuando él falló en estar? ¿Tenía que ser yo quien abnegadamente dejara mis espacios y lo siguiera a otro pueblo después de las múltiples ocasiones en que le pedí que se quedara en casa, que no fuera a México por el miedo que me provocaba la idea de quedarme sola conmigo, cuando tuve pensamientos de autolesión graves estando sola en casa, cruzando la calle detendiéndome a mitad deseando que viniera un coche o teniendo ataques de pánico en el metro? ¿Tenía que seguirlo cuando él, muy quitado de la pena, me confesó que sí, que le gustaba quien entonces fue su mejor amiga y decidió buscarla y confesárselo a ella y a mí dejarme en casa con una crisis de ansiedad, sin atender mis llamadas ni mensajes, mintiendo sobre dónde estaba y a quién iba a ver? Y no se confundan, esto no es en contra de ella. Nunca lo ha sido. Esto es en contra de hombres como Adrián, incapaces de tener responsabilidad afectiva con sus parejas y con las mujeres alrededor suyo, depositando en cada una de ellas la responsabilidad de contenerlo, sostenerlo, lamerle las heridas y consolarlo; el daño lo diseminó en muchas direcciones. Y aún así, después de que se fuera de la casa, recuerdo estar en la noche en la terraza del piso de Gabriel, sentada junto a él e Inés. Con todo mi malestar, mi rabia –y créanme cuando digo que este cuerpo de 157 centímetros y 50kg puede almacenar una rabia desproporcionada– y mi desesperación, les dije: “No dejen solo a Adrián, también son amigos suyos y yo no voy a quitarle eso”. Dejé que se extiendera bajos sus pies la red de apoyo que yo había tejido con paciencia y cariño para mí cuando él, de un jalón, retiró la suya de los míos.
Durante un año después de la ruptura, como muchas otras mujeres han hecho, dejé que Adrián siguiera llamándome, buscándome, demandando de mí atención, cariño, cuidado, escucha. Principalmente esto: escucha. Una dinámica en la que yo tenía que escuchar los problemas del clásico caso del pobre niño rico, que tiene las libertades materiales de decidir qué hacer y no consigue dar con su deseo. Lo solo que se sentía “trabajando ocho horas en un pueblo”, cuando yo llevaba haciendo eso más tiempo y más horas al día, sola también, en un pueblo y sin seguridad financiera. Escuchar cómo yo no entendía lo cansado y solo que él estaba, cuando yo pasé lo mismo durante la relación. Continuar en una posición en la que cargo con su proceso de duelo, de pérdida y el mío se anulaba porque, incluso después de la ruptura, se nos exige ser sensibles, delicadas, cuidadoras porque lo opuesto es simple histeria. Escuchar cómo decía que me extrañaba y que él continuaba creyendo que yo era el amor de su vida y que no veía posible que no fuera a estar en ella nunca más. Pocas veces dije algo. La mayoría de las llamadas me quedaba callada. El detalle es este: Adrián encontró que podía hablar, podía usar palabras –inútiles y desafasadas, he de decir– para intentar acortar distancias conmigo. Me escribió dos cartas después de la ruptura, cuando nunca antes había escrito nada para mí. Nunca pude escribirle una carta de vuelta. Nunca pude responder a sus palabras. Esta es la excepción y será la única. Hubo momentos en la relación en las que yo ya no podía decir nada, no encontraba qué más decirle. Se me habían agotados las frases, los argumentos, los significantes para intentar delimitar el problema y afrontarlo.
El hecho, barrido debajo de la alfombra, es que, ignorante como era de los hechos, permití que estuviera cerca aún. Haciendo posible que me llamara y yo contestarle en un erróneo intento de ser una persona conciliadora. Pero no se concilia con hombres mentirosos que se curan en salud. No se concilia con hombres que insisten. No se concilia con hombres manipuladores. No se concilia con un hombre que toma a una amiga como se toma a un objeto y la coloca en una posición complicada, incómoda, imposible donde ella saldrá mal parada y responsable de los platos rotos que él, mano detrás de la espalda, estrelló. No se concilia con un hombre que juega a dos manos. No se concilia con un hombre que abusa de la amistad con una mujer, vulnera sus límites, ignora sus negativas, rompe con su confianza, invalida su voluntad y la agrede. No se concilia con un hombre que se aprovecha de los espacios seguros construidos entre amigas y en estos mismos espacios traspasa límites. No se concilia con un hombre que intenta verle a una la cara de estúpida y pretende que la otra se calle y aguante su presencia en espacios que la primera se ha esforzado por hacer seguros. No se concilia con un hombre que no reconoce su agresión, su error, su traición y que, por tanto, no se disculpa hasta que una se lo reclama y lo saca de su vida porque, de otra manera, haría lo posible por mantenerse en ella. No se concilia con un hombre que, de no ser porque tenemos que echarlo, seguiría acechando espacios que no son suyos.
No se concilia con Adrián que hizo todo esto.