J. LUIS CARVAJAL
En un mundo como el nuestro, irónicamente, mirar se ha vuelto difícil, casi doloroso. Tantas imágenes nos acosan en la vida real y en la virtual que nuestros ojos resbalan de una imagen a otra sin que la memoria atine a fijarlas. Por eso me conmovió El fondo y la imagen (Universidad Autónoma de Aguascalientes, 2016) de Francisco Martínez Farfán, un libro de poemas, aforismos y ensayos poéticos que reflexionan sobre el arte fotográfico mientras esbozan una fenomenología de la mirada y su relación con la memoria y el tiempo. Un proyecto que el autor reconoce como imposible e innecesario en la medida de que cualquier imagen es autónoma y no requiere de un texto para ser aprehendida o explicada. Aun así, Martínez Farfán intuye que, detrás de la imagen fotográfica, se esconde algo más: un fondo invisible cifrado en ese instante inmóvil, que sólo la escritura puede vislumbrar.
“Así, quizás deba precipitarme entero en el abismo de la mirada”, escribe, “con tal de asimilar esa imagen a la que se ha aplicado un alquimia y que contiene, por otra parte, el peso del instante voraz”. Y por ese “abismo de la mirada” el autor traspasa la superficie fotográfica hasta reconocer, allá adentro, a sus padres en Praga o a sí mismo en su infancia, cuando “rodábamos por la arena hasta el filo profundo del mar”. Sabe el poeta que ese mar (como todas las cosas) es siempre el mismo, aunque en sus “huellas múltiples” el mar calle siempre algo distinto. Por más que aparenta congelar el flujo del tiempo, la lente fotográfica no logra sino subrayarlo, sobre todo cuando lo confrontamos con el fatal deterioro de nuestro cuerpo, nuestra desnudez, nuestra memoria. Y entonces el poeta se pregunta, “¿A qué cosa terrible en el tiempo / […] oponemos apenas sin comprender / el ofuscado sobresalto de nuestra carne?”
Mediante su propia alquimia (la del verbo), Martínez Farfán no se limita a glosar con palabras las manchas de luz y oscuridad que observa sobre el papel fotográfico: lo que persigue es proyectarlas en la cámara oscura de nuestro cráneo. Destacan por ello los poemas sobre Gunkanjima, la isla japonesa, despoblada y en ruinas, que Saiga Yuji fotografió en blanco y negro. Ante el espectáculo del abandono, de la ausencia humana que prolifera entre los escombros, la cámara de Saiga y la pluma de Martínez Farfán consiguen “encerrar en un lapso la exposición de la vida y la muerte”: el fantasma de lo vivo capturado en un jeroglífico de nitrato de plata. Tras el hollín de los edificios, entre los árboles “nudosos, hieráticos y tibios”, el poeta consigue hacernos oír “el vocerío de una multitud” que no existe ya, mientras la lluvia “flota sobre las terrazas como un plancton incandescente”.
Entre los textos “pictóricos” y los “ensayísticos”, el autor intercala otros de carácter más narrativo, como el emotivo poema que dedica a Vivian Maier, la fotógrafa aficionada y nómada que trabajaba como niñera y que retrató, con su cámara Rolleyflex, el pulso cotidiano de la vida norteamericana. Martínez Farfán la hace aparecer en una cafetería de Ciudad Mante, con su cámara al cuello y su sombrerito de paja. “Mirar duele”, asegura ella, frente a una taza de café que se enfría, y luego añade: “el verdadero juego […] es el que se lleva a cabo en soledad; el juego secreto con el que se inserta una en el mundo, sin llegar a involucrarse del todo en él”. Y al releer estas palabras, que el poeta ha puesto en boca de una fotógrafa triste y sonámbula, intuimos que este “juego secreto” define (con perfecta turbidez) no sólo el arte de la fotografía, sino también el de la poesía y el de la vida, ese “delusorio entramado de temblorosas alucinaciones”.