El sol ya estaba puesto y terminaba mi rutina de ejercicio cuando el mensaje llegó. Un sonido familiar, un destello en la pantalla del teléfono, nada que pareciera fuera de lo común. Un mensaje más, pensé en otras personas madrugadoras, en spam, en bots indios que me anunciaban que había sido contratado en Amazon o LinkedIn. Pero contuve la respiración al ver un mensaje automatizado de su Apple Watch. Se detectó un choque automovilístico en la México -Toluca, una llamada a los servicios de emergencia y también su ubicación en tiempo real. Pensé en que había un error, le llamé varias veces, no había respuesta y comencé a dudar de mi propia duda, Apple Watch habría cometido un error. Mi corazón se apretó con un temor que nunca antes había sentido.
Mi mente giraba en un torbellino de preguntas sin respuesta. ¿Estaba bien? ¿Qué tan grave era el accidente? ¿Cómo llegar para auxiliar? Comencé a sentir angustia, no lágrimas (mi abuela materna siempre decía que llorar no sirve en momentos de crisis, sino dar respuesta y soluciones prontas). La espera por una respuesta se sintió como una eternidad, como si cada segundo fuera una agonía interminable.
Volví a llamar, hubo respuesta del otro lado. No sabía exactamente qué o cómo pasó, sólo un accidente, no podía articular un discurso claro. Después, una persona, el señor Julio, tomó la bocina, explicó la situación, volcadura y que le había dado los primeros auxilios —aunque no sé a bien si estaba aún atrapado cuando llamé—. Lo auxiliaban y estaba a dos horas de distancia, por el tránsito. No estaba seguro si llegaría. No podía darme espacio para quebrarme, para sentir alivio, para volver a respirar. Debía dar una respuesta. Le expliqué a Julio que no estaba seguro si podía llegar, pero que en el móvil había información de su familia y su trabajo. No estaba aliviado, así que tuve que improvisar para dar respuesta e información.
Hice llamadas, Julio ya había llamado a los servicios de emergencia. Dos veces y aún no llegaban los paramédicos. Llamé sin saber exactamente si habría respuesta en su trabajo, tomé la apuesta e informé. Al igual que con su hermano, aunque él también recibió ese mismo mensaje y estaba moviéndose, aunque eran también dos horas. Una opción sería el hospital.
Ese mensaje de texto automático cambió todo. Antes de eso, la vida era tan predecible, tan segura en su aparente normalidad. Tan humana e incluso confortable, tan gratamente aburrida. Pero de repente, me enfrenté cara a cara con la fragilidad de la existencia humana. En un abrir y cerrar de ojos, todo podía cambiar. Todo por un mensaje.
Las horas siguientes eran de llamadas de su hermano y de su trabajo, viajaba para la oficina. No sabía qué pensar, pero sí que no debía quebrarme, de alguna manera esto también me correspondía, aunque hubiera distancia de por medio. No sabía que la ansiedad, antes cruda y sin forma, ahora me daba impulsos para dar respuesta. Horas de mensajes y llamadas, intentando construir una aparente calma y viendo las posibilidades para viajar, aunque sabía que no podía hacer nada. Cada vez que el teléfono sonaba, mi corazón saltaba, pero no pensaba en nada, ni en lo peor ni en lo mejor. La imagen del accidente no se reproducía, no había una invención, sólo una extraña sensación, más allá de una preocupación genuina.
Hubo espacio para la gratitud. Cada momento juntos se volvió más precioso, más significativo. Cada abrazo, cada chiste se convirtió en un recordatorio de la fortuna de tenerle. Creo que esa toma de conciencia me impulsó a moverme. Me topé con la fragilidad de la vida.
Todo aún es fresco, aunque me reprochaba por no hacer mss. Todo aún es fresco, incluso pensé en esos momentos. Le pedí a mi mente que no hiciera ficción con la situación, imaginar el coche y esas estupideces que podrían aumentar el estrés. No sé qué pensar, me había acostumbrado de que el enfermo, el hospitalizable era yo, por razones neurológicas. Y ahora esto, lo cotidiano ya no era, aunque sabía que podría haber cambios. Procesos y demás.
No quise reflexionar o escribir sobre lugares comunes, sobre si esto habría de cambiar cómo miraba el mundo, cómo nos miraríamos. Lugares comunes, tales como el amor nos volvió más fuertes, el amor evitó que fuera, pero, al contrario, pensaba en cómo todo cambia, así, de golpe, en un impacto. Incluso, me da pereza en expresar en esos términos, me parece irreal, aunque es cierto que esta preocupación genuina es por el amor que nos sentimos.
No creo que el miedo o el temor disminuya, más bien será cómo se volvió un golpe de realidad, sí, pero también de impulso. Moverse y mover, dar respuesta y dar afecto y efecto. Detesto que esto pase, no tanto por la monotonía sino el saberse efímero.