Óscar Édgar López
El poder persuasivo de un gato que cae al mar y se parte en rodajas, la gracia simple de un perro que cierra tratos con el ratón y el ratón que invariablemente encenderá su habano al ganar el premio de vivir. También el coyote, ingenioso homicida que muere en un momento y otro del episodio; y el repartidor de pizza que sueña nuestra vida, congelado en un armario mientras el perro al que alimentaba muere de hambre afuera de la pizzería.
Pasó mucho tiempo para que las series animadas de la televisión dejaran de resultarme divertidas y merecedoras de dos a cuatro horas de completa absorción mental vía unos ojos de autómata y unas nalgas más chatas que el destino. La última serie que disfruté con cada una de las letras de esta palabra fue Futurama del mismo Matt Groening, que nos dio excelentes cátedras de sociología de sofá en los años noventa y primeros del siglo XXI.
De niño veía La pantera rosa, todo el catálogo de Hanna- Barbera y Animaniacs, no pensaba en política ni me interesaba si me estaban enajenando, disfrutaba como cualquier infante las largas horas de soledad en la que mis padres me sumergían por necesidad y no por gusto, aunque los sábados rentábamos videocasetes con películas de cabronazos. Los dibujos animados eran un consuelo, nos daban miras a posibilidades infinitas, podíamos volar, estirarnos, hincharnos y surcar el aire, alzar las piernas hasta formar un arco por donde pasaba un tren bala; ilusiones hermosas que se derretían a los pocos minutos, la fea cara de algún político decretaba el fin del gozo y el inicio del programa: “Partidos políticos”, entonces dábamos vuelta a la perilla del viejo televisor y nos íbamos a la cama, eso sí, dando zancadas como el buen Tom o a toda marcha como Jerry el ratón.
Los dibujos animados han sido referidos en las artes plásticas por un catálogo extenso de creadores, desde Roy Lichtenstain, Andy Warhol, hasta el genial pintor y caricaturista Manuel Ahumada. Pero lo que nos presenta Edgar Ibarra Luna va más allá de un referente iconográfico de los programas de televisión infantil, su obra “Me estoy volviendo monstruo” es el mapa mental de muchos que vimos absortos la televisión, que nos pasamos a las revistas de historietas y que ya en la noche, al intentar conciliar el sueño, éste se esfumaba por inducción de nuestros núbiles cerebros atestados de imágenes insólitas: naves espaciales, bocas de mil colmillos, el bigote de conocida botarga de consultorio, el tierno animalillo cola de relámpago y el dulce infante de corazón dilatado que, al verse envuelto en su pasado, sufre de dulzor y de pasmo monocromático.
La pintura de Ibarra Luna, tanto la pieza que aquí comento como la mayoría de su producción reciente, utiliza la yuxtaposición como método esencial para componer sus imágenes, los colores sólidos, la estética del graffiti, los referentes a la sociedad de consumo; su obra representa el flujo de pensamiento de una persona en el mundo contemporáneo, todos al cerrar los ojos nos podemos encontrar en este embotellamiento visual en donde la invasión de la publicidad y el mundo del diseño comercial nos envuelven en una saturación caótica. Las imágenes nos tragan y nos mastican y no al revés como podría esperarse.