ADSO E. GUTIÉRREZ ESPINOZA
La mayoría de mi familia nuclear y una parte de la extensa cumplen años en enero, cuando niño eso significó, en el mejor de los casos, comer más pastel y motivos para celebrar, posterior a los días usuales que marcan en el calendario gregoriano. Estos días se volvieron como un festival extenso de capricornianos, frío al corresponder a las fechas invernales y cardinal al hemisferio norte. Me parecía un tanto particular, era imaginarlos a cada uno despertar, más envueltos que un tamal, bajo un concierto de otros familiares bienintencionados, tratando cada uno de recordar la letra correcta, es como si los pájaros del vecindario decidieran formar una banda sin ensayos previos, aunque siempre concluía con otro pariente poniendo la versión de Topo Gigio.
Cada uno de los cumpleaños era ver distintos pasteles, con colores, tamaños y sabores diversos, unos más pastosos que otros, pero la mordida al pastel era un deber. La persona homenajeada no siempre llevaba los ojos vendados (pensándolo bien, era rarísimo que ocurriera así), procuraba abordarlo, titubeante y con un poco de nervios, como si fuera una pieza de rompecabezas tridimensional. Risas, trozos de crema volando, algunas veces con un malestar, otras con un pastel deshecho, pero siempre había una ligera confusión visual; era un ballet cómico donde el pastel también era un invitado más, aunque terminara hasta en la nariz.
La música es esencial, aunque en el pasado el reguetón no brillaba (gracias a Dios) y sí el pop de los noventa y del dos mil. Incluida Tatiana. En ocasiones, llegaron mariachis para tocar con pasión y humor, mientras los tacos, las garnachas, el pozole y las enchiladas danzaban entre los platos. La pista de baile, muchas veces la sala o el patio, se convertía en un escenario donde todos eran artistas improvisados (unos, como yo, no salían del espacio de cuarenta centímetros cuadrados), y hasta el tío que insistía en que tiene dos pies izquierdos se convertía en el rey del baile.
Las piñatas, con sorpresas agradables (dulces e incluso dinero) y desagradables (harina, talco o sin regalo), colgaban de un cordón, conspirando divertidas. Los niños, y algunos adultos entusiasmados, armados con palos, ojos vendados y medio mareados se lanzaban determinados para liberar las sorpresas en su interior. Era gracioso ver cuando las piñatas sólo contenían harina y verlos ahí empolvados y un poco confundidos, preguntándose por los dulces.
Y, por supuesto, no puedo olvidar el banquete. Esperaba siempre que fuera preparado por mi tía María o la abuela, excelentes cocineras que se entusiasmaban y cada comida era distinta, aunque no dejaba de ser deliciosa. La mesa era su lienzo gastronómico, dónde pintaban con sabores tradicionales y modernos mexicanos, mi tía era más entusiasta al explorar otras formas y sabores y la abuela era más discreta y conservadora. Tamales, guacamole y, quizás, un toque de salsa picante para despertar a los invitados. La comida no es solo alimento, sino una experiencia para elevar el alma y llenar el corazón.
Así, los cumpleaños capricornianos se convierten en ilustraciones de un capítulo en donde montones de risas se volvían las líneas principales y la alegría el mensaje detrás de todo, lo subyacente, aunque no eran todos los cumpleaños. Entre estas formas de festejo, sean o no de capricornianos, sean o no nuestras, son siempre cómicas y efervescentes, se daba cuenta de que la fiesta nunca terminaba. El cumpleaños era un recordatorio de la constancia y el cambio, de encontrar en la risa la camaradería y el afecto familiares.