Carlos Flores
Quien por algún extraño impulso se logra sumergir en las páginas de Un mundo feliz de Aldous Huxley, no puede dejar de reflexionar y compara ambos mundos, es decir, el distópico de la novela que le robó algunas horas de su vida, quizá con la intención de evadirse, pero que en realidad le acerca a uno a las horrendas atrocidades e ironías del nuestro. Podrá ver, el atormentado lector que, aunque el universo creado por inglés pareciera una utopía donde la guerra terminó, al igual que el hambre, la enfermedad y la pobreza, el trasfondo de ello vela una oscuridad y una superficialidad desoladora y desesperanzadora.
La aparente felicidad de estas personas se debe a la cómoda vida que tienen debido a los avances tecnológicos y la relativa felicidad de su estabilidad, aunque en lo profundo sea un estado eterno de alteración de los sentidos por medio de la droga y control mental bastante eficiente. Esto último es un punto realmente interesante que preocupó al intelectual de principios del siglo pasado, pues no podía dejar de mostrar sus impresiones luego de los conflictos que abrieron este periodo: las guerras mundiales, las revoluciones e independencias, las guerras civiles y los cambios que terminaron por enterrar el mundo tradicional para dar apertura a un mundo moderno con base en el avance tecnológico. Así, otras obras como 1984 también hicieron hincapié en estos temas.
Lo que se perdió en algún momento del siglo XX fue la búsqueda de la verdad, de los valores del progreso humano, pues quienes nos gobiernan desde entonces están enfrascados totalmente en el poder y el control. No existen políticos honestos con ganas de mejorar su entorno, sólo con ganas de abultar el bolsillo. Su poder ya no es tal, pues la corrupción los ha llevado a ser ciervos de los grandes capitales, que casi siempre se construyen por la sangre y el abuso.
Esa aparente libertad que comparte el ser contemporáneo como en el caso de Huxley, es en realidad una prisión que evoca más bien a la obra de Orwell. El hombre de hoy busca en sustancias, socialmente válidas, y en ocasiones no tan legales, una efímera felicidad que lo saque del mundo que le rodea; y si por alguna razón es de las personas que no consumen esas sustancias por convicción, el sistema se ha encargado de dotarle su dosis de dopamina a través de las redes sociales. Así, en esa aparente libertad de tener el mundo al alcance de la mano, se encuentra también su prisión.
Tan dopado se encuentra el ciudadano moderno, que la violencia que le rodea y amenaza, el eminente fin del mundo -por lo menos del moderno-, la relatividad de todas sus creencias y convicciones, además de la gran desinformación que pulula en la red, hace que se sienta con sus aparatos móviles no tan solo, no tan vacío; sin embargo, como un ente social que se acerca cada vez más a la sombra del individualismo, se adentra en un bosque oscuro y negro, lleno de laberintos y contradicciones, donde las universidades le rinden pleitesía a un Estado cada vez más débil y atrapado en las garras del crimen; con instituciones donde se celebran actos cívicos mientras sus pasillos y espacios están llenos de corrupción; administraciones que presumen progresos cuando en realidad destruyen lo que ya se había construido, arrebatando los pocos derechos y nulos privilegios que existían.
El sistema del mundo actual representa el principio de la posmodernidad, ya no sólo de manera teórica, pues de manera tangente vemos a nuestro alrededor cómo quienes se supone que están para ayudar son ahora los principales ofensores, donde pese a la advertencia de científicos preocupados, seguimos tomando más de lo que merecemos del mundo, confiando ciegamente en un sistema que simplemente ha dejado de funcionar.