SARA ANDRADE
Una de las críticas más importantes que se le ha hecho al feminismo blanco y liberal ha sido el de su incapacidad de ver más allá de las opresiones del sexo. Una mujer se separa de su contexto y su cuerpo se convierte en el único campo de batalla. La realidad, como siempre, como en todas las cosas, es más compleja. Este feminismo no considera la situación del resto de las mujeres: su clase, su salud, la forma de su cuerpo, el color de su piel, el nivel de su educación, el lugar donde nació, el idioma en el que habla. Este feminismo piensa que, por ser mujer, existe una hermandad esotérica, que nos une a todas bajo la nebulosa etiqueta de “ser mujer” sin que nadie se ponga de acuerdo en qué significa ser mujer; si es un asunto de cromosomas, de lucir como una, de tu capacidad de parir, o de que ese otro grupo, el de los hombres, te considere como una.
Este feminismo pop intenta homogenizarnos en una bola de brazos, piernas, vientres, pechos, pelos y sangre, que sea mucho más fácil de entender. Nos pluralizan. “Las mujeres somos así”, “las mujeres hacemos esto”, “las mujeres sentimos, pensamos, decimos”. Es entrar de una jaula a la otra; del patriarcado, al divino femenino, a las fases lunares, a las falacias de que por haber nacido de cierta forma, solamente podemos existir bajo las reglas que nos impongan. Todas. No una por una, no cada una con su individualidad, su experiencia, su vida. Todas, en un miasma. Todas.
Esto lo digo porque el nuevo lema del gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum es ese precisamente: “Llegamos todas”, significando que, con ella en el poder, se da acceso a todas las mujeres al poder que durante siglos se nos ha impedido enarbolar. La imagen que yo vi fue la de una ilustración de Claudia entrando a Palacio Nacional y detrás de ellas, un grupo de mujeres diversas, entrando detrás de ella. No vemos sus rostros, ni siquiera el de Claudia. No sabemos su historia personal, sólo el de Claudia, pero del resto, no importa. Lo que importa es que sean todas las mujeres.
Entiendo el sentimiento. No soy tan cínica al respecto. Entiendo que es una invitación, una promesa, un deseo por una sociedad que permita que todas las personas, independiente de su sexo, género, clase, raza, etc., puedan acceder a todos los ámbitos de la política del país. Si Claudia pudo ser presidenta, entonces todas podemos ser presidentas. Pero luego la ironía se vuelve a instalar dentro de mi cabeza: ¡Si Barbie pudo llegar a la Luna, también nosotras! Es feminismo de plástico rosa, al final del día. En el que ese “todas” nos vuelve fantasmas. Ahí, en ese grupo de mujeres detrás de Claudia no están todas las mujeres. No está la oposición, no están las mujeres indígenas que no suscriben a las ideologías neoliberales, no están las discapacitadas, las que están en la cárcel, las mujeres trans, las trabajadores sexuales, las de la maquila, las locas, las muertas, las que desdeñan del gobierno, de dios, de todo.
Yo no me veo ahí. A mí no me interesa entrar al Palacio Nacional. Yo quiero entrar a mi casa sin miedo. Yo quiero ser yo misma, con mis particularidades, con mis deseos, mi contexto, mi cuerpo. Yo no quiero ser un plural, ni un fantasma.