J. LUIS CARVAJAL
No recuerdo con precisión cuándo descargué y leí por primera vez El cuarto de la luna (2020) de Violeta Orozco, pero deduzco que fue durante la pandemia de Covid-19, cuando el confinamiento nos empujó a incrementar nuestras lecturas en formato digital. Se trata, por lo demás, de un libro con un tiraje muy reducido (apenas cien ejemplares), que carece de ISBN, a pesar de su impecable edición. Subrayo esta marginalidad porque se trata de un poemario precioso, compuesto con una madurez y una sensibilidad que deslumbran. Su autora, nacida en 1989 en la Ciudad de México, tiene una formación como investigadora y traductora que se advierte en cada verso suyo. Egresada de Filosofía y Letras Inglesas en la UNAM, tiene un doctorado en Literatura y Cultura Hispánica por la Universidad de Rutgers, escribe tanto en inglés como en español y sus investigaciones se concentran en la poesía y el performance feministas.
Escrito en un español impecable, con harta conciencia de sí, El cuarto de la luna alude al cuarto creciente o menguante de la luna, pero también a la noche, es decir, a la habitación donde duerme la luna. Reúne poemas noctámbulos y oníricos, que dividen en cuatro actos el drama existencial de cada noche. El primero, “Tiempo robado”, lo protagoniza el flujo temporal en su ambigüedad de estanque inmóvil o torrente que arrastra al deterioro, a la vejez y a la muerte: “El tiempo ha nacido muerto / el balcón se ha desplomado / el puente de tiempo se ha vencido y no queda en el agua / sino el rastro del ciclo”. El segundo, “Terrenos del insomne” hace de la luna su huésped: “La luna no tiene casa / ni hotel para acostarse / siquiera un a noche / enlazada a su sueño / de paludismo y de fiebre”. En el tercero, “Espejismos del desierto”, aparece el deseo amoroso sin que atenúe la niebla ni las tinieblas: “Cuando me tocas / recuerdo mi condición de río / atardezco contigo nuevamente / y el otoño camina más despacio”. Y el cuarto, “El incierto territorio”, está dedicado al sueño, que “cerraba los ojos para no ver a los que lo miraran. / Porque el sueño quería ser mundo / quería ser cuerpo, / por más que no fuera sino miedo / y dolor y deseo”.
En un libro tan pródigo en imágenes, destaco las tres que más me inquietan. Cuando se compara al poeta con un ojo “expulsado al polvo de las épocas / después de haber arrojado / el testimonio del incendio” antes de confesar que “El tiempo me pidió / verse en mi espejo” y asegurar que “No le di tiempo. / Me escondí en él / lo usé para cubrirme”. O bien, cuando habla de la música secreta de la noche, y ve en “cada melodía un símbolo, cada sonido un fragmento / de variaciones sobre una lluvia impertinente […] Porque tal vez la música es como la oscuridad / que hace más real lo que sucede entre sus sombras”. Y la última, cuando análoga al deseo con un mosquito “que ronda tu piel en el centro de la noche. / Te persigue cuando tienes más cansancio, / te perfora cuando estás a punto / de caer en el pozo del sueño / y despiertas en el centro de la sed”. Entre el poeta absorto en el cerco de la noche, la música que entrelaza el sueño con el silencio, y el deseo que zumba en los oídos del insomne, El cuarto de la luna nos tiene reservada una experiencia íntima y atemporal de lo ominoso.