J. LUIS CARVAJAL
Con su barroca habilidad para expresarse, mi novia describió alguna vez a Gabriela d’Arbel como “una poeta de ojos claros y de versos oscuros”. Cabe señalar que esta fórmula, más que referirse a la persona, intenta fijar la naturaleza de una obra: una mirada clara y lúcida que se expresa a través de palabras en sordina y en tinieblas. Aunque nació en Guadalajara, d’Arbel ha producido la mayor parte de su obra en San Luis Potosí: cuentos y poemas agrupados en libros con títulos muy sugestivos: La cerca y un espejo (2002), Hormiga kamikase (2015), Morfología de las fracturas (2016), Biología en fuga (2017) y Enterprise (2020), entre otros. Este último atrajo mi atención no sólo por su nombre, que me recordó la serie televisiva Star Trek y el transbordador espacial de la NASA, sino también por su portada: un grabado de Camille Flammarion que muestra a un hombre que transita del mundo sublunar al mundo supralunar: del micro al macrocosmos.
Esta alegoría se vuelve más intrigante cuando leemos en el “Prólogo”, que la nave Enterprise alude al hogar de la abuela, y que sus tripulantes “forman una familia caracterizada por la fuerza de lo femenino, una búsqueda de identidad familiar, el instinto de escarbar entre la hierbabuena y descubrir los secretos innombrables”. La nave Enterprise, por tanto, es un cosmos familiar y al mismo tiempo una nostalgia, habitada por la autora y sus compañeras de viaje: Elisa, Marcela, Leona, la tía Amelia, entre fantasmas que platican de noche, ángeles que caminan por la azotea y ese inicuo detective que husmea a la hora de la merienda. Cada poema, como si fuera una minificción en verso, narra una historia inmóvil, una espera onírica, un acontecer en suspenso: “la vieja astronave sucumbe / por el peso del vacío, / Marcela guía los globos azules / que flotan en el hipotálamo. / Sólo falta que den la seis para revelar / las palabras completas, / mientras armo retratos con pavesas”.
En este viaje de la Enterprise por el espacio interior de la memoria, no escasean los peligros. “Las cicatrices siguen ahí, / pinturas polvosas / rostros acuarelosos. / Los ruidos aún resisten la falta de oxígeno y / las estrechas tuberías”, afirma la autora y presentimos que lo escribe bajo la cama de su abuela, mientras mira temerosa los pies de su tía fantasma, que “por las noches pasea con la cabeza baja sin ver a los espejos”. Hay además un “monstruo que es un sueño incomprendido”, una amenazante “octava pasajera”, que vuela sobre la tempestad y el silencio de un gato invisible que despluma pájaros sobre la mesa y una criatura que habita al final de la galería y no deja dormir a la autora. En ese contexto, “la voz aguardentosa de Frank Sinatra”, que resuena en una sala de la Enterprise, no puede sino sonar siniestra, como un disco rayado en medio del absurdo.
De ese modo, lo que parecía un viaje interestelar en el regazo de la abuela-nave espacial, se vuelve un encierro claustrofóbico, un exilio doméstico, una fuga perpetua hacia Saturno, el dios que devora a sus hijas. “Si todo esto era un hogar / o el dibujo mal hecho de una nave que llegó lejos, / ellas en mi mente vuelan y son la única respuesta”, afirma al final del poemario, y su voz suena a epitafio. De ese modo, la alegoría nostálgica se convierte en una visión esquizoide, apocalíptica: “El fin del mundo llegará sin aplausos. El destino de las estrellas será el absurdo. Todos verán sus celulares buscando réplica y la pantalla sólo dejará ver lo cómico del momento”. Eso escribe la autora y yo cierro su libro con un escalofrío de horror en mi pecho.