J. LUIS CARVAJAL
Un poema lleva a otro, una escritura a otra. Supe de Diana Garza Islas por una transmisión en FB Live del grupo Poesía Mexa y luego por Una caja negra que se llame como yo (Bonobos 2015), un libro que así se presenta en la contraportada: “Desde dos o múltiples voces, aquí se ejerce el momentum lírico en torno a tres ejes fundamentales: el amor al hijo, el encuentro con la palabra de quien viene al mundo y la pulsión erótica del lenguaje”. Tres ejes que, por cierto, se relacionan con lo generativo: la poeta que genera un hijo que genera palabras que generan imágenes autónomas, absurdas, absolutas en su sinsentido. Una poesía abstracta, desligada de cualquier compromiso representacional o comunicativo. “Hay un ruido rojo, decididamente. Cyan magenta es cianuro de tus manos. Magenta yellow es imán bebí. Y beber es cuenca y significa. Y Significa es mandíbula que cae”.
En consonancia con cierta poesía (pienso en Alejandra Pizarnik y Cristina Rivera Garza), Diana Garza Islas descubre que entre el lenguaje y el mundo se ha impuesto una gramática autoritaria, dictada por la tradición y la ideología. Y que basta romper esa relación, esa esclavitud semántica/sintáctica/pragmática, para que surja la libertad poética: el azoro semidivino de quien descubre que “escribir era jaguar adentro la escalera un niño cantan cajas verdes al oído del soldado desde el lodo”. Más que “decir” cosas, el poema las rejinfora, las jirafiza, las jerofora y las neologiza a través de experimentos, como los performances verbales de la sección “Caja a dibujarse con una caja adentro”. Uno de sus poemas combina “las tres láminas de la prueba con tres transcripciones de dos minutos cada una de diversas caricaturas en zapping”. En otro más “se sustituyó la paleta original por extracciones de color de cada una de las plantas citadas”, y en otro se transcriben “los segmentos cabeza-tronco-extremidades de tres pruebas aplicadas en el lapso de una hora”.
A semejanza de Rivera Garza y de Pizarnik, Diana Garza Islas practica con fluidez la prosa poética, llevándola a extremos de conmovedora afasia. La penúltima sección, “Caja que soñó con hélices láctea” que puede leerse como un relato/collage o un monólogo/diálogo interior/exterior entre la madre que invoca a su hijo y el hijo que pare a su madre mientras el mundo se licúa en el lenguaje (y a veces en viceversa): “Todos los taxis no están, dice a lo lejos. El velocirraptor son robots-espía que inventaron nuestros papás hay que matarlos, alguien dice en altavoz. Yo le leía la mente a una viejita: Son un resabio de la Coldwar […]. Entonces él se transformaba y vivía incrustado ahora en mi pecho y era del tamaño de un pez y escucho tienes que escribir una caja negra mamá es lo que quieren los dinos tienes que escribir una caja negra que se llame como a mí,” antes de rematar con una frase que congela la sangre: una auténtica piedra preciosa extraída de la locura: “Esta última moneda es negra-invisible y vamos a ser tú y yo.”
Algo que debo agradecer a este libro es su creciente intensidad. La última sección es magnífica: adoptando la forma de un diccionario lúdico (como el de Flaubert o el de Bierce), la poeta aporrea sin piedad y con humor todas nuestras acepciones cotidianas: “gravedad. Teoría que expone cómo hasta un pájaro que moja sus patitas en el charco hace escuela”, o “cuerpo. Mi castillo soy yo”. Aunque mi preferida es la última: “yo. Yo hablo, yo hablas, yo hablamos, yo hablan, yo habláis como si ustedes existieran”, una voz que redefine con encantador cinismo el yo lírico, el ego cartesiano, y la multitud de yoes que conviven en cada uno. En cada caja negra que nos llame como a yo.