Para mi nido en Madrid
MARIFER MARTÍNEZ QUINTANILLA
Cuando esta columna esté publicada, estaré a cuatro horas de aterrizar en Monterrey, en mi ciudad, y esta vez con una estancia indefinida. Pensar en escribir este texto ha sido un ejercicio largo, y si bien decidí hace dos meses que volvería a casa, los hilos de este escrito llevan dos años tejiéndose en compañía de lecturas, pero lo más importante, acompañada de mis amistades.
Cuando decidí emigrar ¬¬–sin la plena conciencia de lo que estaba haciendo– tenía la certeza de que mis raíces se mantendrían firmes y arraigadas: siempre podría volver, tenía esa seguridad, aun y cuando la idea de volver me aterrorizara; en Monterrey siempre estaría mi familia y mis amistades de la infancia y adolescencia, vínculos que, a pesar del tiempo y la distancia, han probado ser confiables, firmes a la vez que flexibles, pues todos nos hemos acomodado a una forma de convivencia con diferencia de horario, a un cariño y cuidado incondicional; además, tenía la idea de que estaría haciendo una casa en Madrid. Esta certeza hacía que la ida fuera menos intimidante. Pero devolverse, eso se asomaba como otra cosa. Si me devolvía, ¿qué pasaría con mis amistades de Madrid?, ¿qué significaría eso para estos vínculos tejidos en tres años?, ¿qué sería de nosotros?
El año pasado, en una llamada urgente con mi papá, él me dijo: “Devuélvete. Cambia el vuelo y vente ya. Ahí ya no tienes nada”. Recuerdo que en ese momento respiré profundo y dejé un silencio en medio antes de decir: “Calma, esto no es un funeral. Yo me quedo, todavía tengo algo mío que defender”. En ese momento creí estar segura de qué era eso mío que tanto estaba defendiendo: un proyecto de vida en el extranjero, una profesión, una carrera académica, era todo muy propio, muy mío, sumamente individual: mis espacios, mis rutinas, mis cosas, mi librero con mis tazas y mi piso con mis plantas. Hoy me doy cuenta que lo que defendía era algo nuestro, mío y de mis amistades. No era un asunto individual, sino colectivo: una casa en común. No me había equivocado al creer que estaría haciendo una casa, sólo me había equivocado de compañía.
En octubre del año pasado estaba arropada en la cama a medianoche, el otoño había entrado gélido, y estaba leyendo En ese jardín que amábamos de Pascal Quignard. Un libro que, como gran parte de la obra de Quignard, traspasa las fronteras de lo literario: entre teatro, novela y poesía, y un gran trabajo intertextual, Quignard imagina la vida de un reverendo y músico que, después de la muerte de su esposa al dar a luz, pierde la fe en Dios y se dedica a escribir la música de la naturaleza. En uno de sus pasajes más lúcidos dice lo siguiente: No soy infeliz en el fondo de mi tristeza. Al leer esa frase pude nombrar lo que sentía en ese momento: una tristeza honda que, sin embargo, no desembocaba en la infelicidad. Hay una diferencia entre un estado y una identificación: se puede estar triste y no ser infeliz. La tristeza sería pasajera, por olas, asaltos y luego estaría ausente. Por aquellas fechas ponía empeño en quedarme en casa, pero terminaba huyendo los fines de semana a quedarme en compañía de Gabriella, de Val y Yuls, de Inés y Gabriel. Después llegó enero, y una mañana caminando por el parque en casa de mis padres, mientras tomaba análisis, reconocí algo que no es común en mí reconocer: “No sé”, dije. “¿Qué es lo que no sabes?”, me cuestiona mi analista. Nada. No sabía nada. No sabía qué hacer, cómo continuar, cómo darle vuelta a la situación de constante angustia, resolver pagos semana a semana, seguir sosteniendo una estructura pesada e inmóvil. Algo tiene que cambiar, me lo repetía constantemente, hasta que cambié el sujeto: Yo tengo que cambiar de lugar si quiero cerrar esto, lo que sea que cerrar significara. Ya se asomaba la posibilidad de volver a casa, el asunto era cuándo.
Los últimos diez meses desembocaron en cambios contundentes: afectivos, laborales, personales, de vivienda. Me han puesto a prueba y han (com)probado otras: el miedo que me daba volver a mi país tenía que ver con el miedo a renunciar a algo más grande que una vida imaginada en el ámbito personal y profesional, me daba miedo dejar mi nido. Ese nido que fuimos armando, rama a rama, todes quienes nos hemos acompañado en este viaje compartido, con sus bifurcaciones, sus espirales, sus regresiones y avances. Gornick escribe en El fin de la novela de amor: “Si hoy en día pusiéramos el amor romántico en el centro de una novela, ¿quién iba a creer que en su búsqueda los personajes van a alcanzar algo grande? (…) Hoy el amor como metáfora, a mi entender, es un acto de nostalgia, no de revelación”. Esto lo puedo defender siempre y cuando entendamos el amor exclusivamente en el marco de lo romántico; en cambio, el amor como espacio de libertad y compañía, como espacio de amistad que nos reta a encontrar soluciones a nuestras diferencias, que nos comprueba que las conversaciones difíciles se pueden tener con cuidado, que nos hace encontrarnos en nuestra soledad migrante, en nuestra tristeza, en nuestra arrechera, incluso cuando casi nos caemos a coñazos, para abrazarnos y mantenernos de pie, entonces creo que el amor todavía guarda algo de su capacidad reveladora. Ya no hablo de mis amistades de Madrid, porque eso otorga un determinativo cuando es, más bien, circunstancial: son mis amistades que, hoy –mañana no sé–, están en Madrid. Lo más honesto, lo más cálido, lo más familiar, lo más seguro que he encontrado aquí se llama Gabriella, se llama Gabriel, se llama Inés, se llama Val, se llama Yuls y, después de un merecido reencuentro, se llama Maca. La casa que estaba construyendo tiene una música de acentos dulces: chileno, venezolano, peruano, canario y español. La casa que fui cimentando se hizo en el sofá en Hortaleza platicando, echando brollo y copucheando hasta la madrugada; la casa que estaba buscando se hizo caminando, a veces un poco ebrias, por la calle en el centro y luego crudas por la mañana en la sala de Gabriella; la casa que quería se hizo en recorridos de librerías mientras teníamos conversaciones largas y tendidas por las calles del centro hasta Puerta del Ángel. La casa que quería era una casa en común. La vida no estaba en otra parte, estaba aquí con ustedes.