SARA ANDRADE
O no puedes salir de tu casa a deshoras porque no sabes qué o a quién te puedas encontrar en las calles sin luz. O no puedes viajar a otro municipio porque te roban el carro. O no puedes subir una foto con tu cara y tu casa de fondo –tu calle, la que conoces de toda la vida, la que te vio andar en bicicleta, cantar las de Juan Gabriel los sábados de quehacer, en la que diste un beso borracho, creyéndote enamorada– porque alguien puede encontrarte. Y si te encuentran ¿qué te pueden hacer? ¿Qué sentirían tus papás, tus amigas, si te pasa algo y estás sola y el GPS no es suficiente para encontrarte?
Pero a veces el afuera no es tan peligroso como el adentro. O es la persona que debió cuidarte, o es el enemigo que entra por la puerta con cara de amigo, o es el extraño que forzó la puerta y la ventana y sintió tu carne muy blanda, tu corazón muy insignificante. O es el doctor con su juramento hipocrático y sus dedos cruzados, o es tu jefe, o es tu profesor, o es el hombre que se ordenó como intermediario entre Dios y el resto de nosotras.
Entonces no es asunto de que la ciudad sea peligrosa, ¿verdad? Pero eso ya lo sabías. No importa que cubran los edificios con mamparas de tabla roca, no importa que enciendan miles de faros de LED, porque el peligro no se extingue aunque haya luz, aunque sea de día, aunque estés dentro de la casa o fuera de ella. Porque el peligro es inherente; existe porque naciste así, porque eres tú y no te lo puedes quitar como se quita la pintura con thinner. Y porque la vida entonces se reduce a escoger qué es mejor: o hacer de tu cuerpo una ciudad sitiada, encerrarte en ti misma, una cárcel de brazos y piernas y miedo, ocultarte para que nadie te toque, o salir de ti misma y soportar los golpes de los policías que con sus uniformes y cascos pierden el género y nos son ni hombres ni mujeres, son solamente el puño del Patriarca que te odia. Pero eso ya lo sabías.
Así que eres una ciudad sitiada. La calle por la que caminas está cerrada. La iglesia está cerrada. La casa de tu infancia ya no tiene seguros. No se trata de elegir vivir aquí o irte a la próxima, porque no puedes salir del miedo. Así que luchas contra él. Contra las mamparas, contra los faros de LED, contra el puño sin sexo, contra la violencia que conoces de toda la vida. Y si eres una ciudad, si eres tú igual que la ciudad que habitas, entonces la haces tuya: la rayas, la rompes, la abrazas y la acuerpas, junto al resto de las ciudades chiquitas que marchan junto contigo. Te abrazas y te dices que eres soberana, dueña de tus límites, defensora de tu coraje.