Ezequiel Carlos Campos
La poesía es una desviación ocular
En una mañana, la primera de estos poemas de Luis Vicente de Aguinaga, alguien pide que le digan qué parte es de todas las partes existentes, como una sentencia de los objetos cotidianos: las casas, los árboles, las calles, son aquellos que miran a unos ojos con estrabismo, desviación hacia dentro, afuera, arriba o abajo del ojo: movimiento completo en la órbita ocular que se da en cualquier etapa de la vida: incluso en la palabra, como palabras rebeldes en cualquier parte de la hoja en que se escriben, que aparecen y se van o no se quieren rellenar de tinta al momento de imprimirlas. Esta primera mañana, como el surgimiento imprevisto de la ceguera del hombre en el semáforo en la novela de Saramago, “nadie sabía / quién eras tú, quién yo, ni cómo fuimos / a dar a nuestros cuerpos”. Todo sucede una mañana al levantarse, porque los días comienzan y, como imanes, atraen los acontecimientos que vivimos. Poema a poema, aparecen las reflexiones poéticas acostumbradas en la poesía de Aguinaga, por ejemplo: descubrir que lo que vemos no es lo que vemos; el repudio contra la poesía erótica; el recuerdo constante de la memoria de las cosas; comprender la maldad del diablo por culpa de nosotros. Los ojos del mundo son aquellos atentos, el retrato de la cotidianidad al estilo de la pintura paisajista, detalle a detalle, palabra por palabra, se desarrolla en Desviación vertical disociada (Premio Nacional de Poesía “Ramón López Velarde” 2021) como un contexto de necesidad de respuestas; Aguinaga, ya sea de una esotropía (giro hacia dentro) o exotropía (giro hacia afuera) de la visión atenta del poeta intenta explicar la existencia humana: cómo, quiénes, por qué y cuándo fuimos así, de esa manera y no de otra o por qué a veces somos otros y esos otros no son como nosotros y son distintos a otros otros, tal cual una doble visión como de los padecimientos cuando la desviación vertical disociada no es asintomática y causa problemas psicosociales.
La poesía como material onírico
Luis Vicente de Aguinaga transforma la palabra como material onírico. El subconsciente, en el transcurso del día, está atento para resguardar en la memoria los sonidos, caras, colores, nombres y cualquier cosa que perciben nuestros sentidos: a la hora del descanso nocturno el material resguardado tiene una danza de juegos artificiales y, de esa manera, el sueño se vuelve una lucha constante entre lo real y lo onírico. Uno de los miedos del poeta es copiar canciones en la mente, se queden ahí, sirvan como material poético para sus futuros poemas, acción que lo inhibe por un mal plagio del inconsciente, porque todo lo que pensamos ya está en una canción. Sin embargo, Aguinaga —a los lectores estrábicos que somos nosotros— nos invita a recorrer una casa donde pasó una fiesta que recuerda los años pasados del siglo y este siglo con sus días presentes y futuros, incluso sus calles y ciudades que se mantienen en el tiempo y son reacias a dejar de ser lo que son: una desviación semántica, ya que las calles son todo lo que podamos pensar, creer y soñar, porque “El poeta sabe, aunque no se lo confiese a sí mismo, que no está en un mundo de seres ni de cosas”. Este tipo de reflexiones, muy al estilo de Aguinaga, se convierten en siete apuntes, siete días, en que la necesidad de transmitir el material subconsciente hace al poeta, a Luis Vicente, a soñar con las palabras, después de la fatiga literaria de la desviación vertical disociada poética que sufre la poesía, y que no necesita de los procedimientos quirúrgicos normales porque las palabras, aunque desviadas hacia líneas ajenas en su espacio, se fijan al momento en que se nombran o se piensan.
Autorretrato en un espejo
En Desviación vertical disociada la poesía es un espejo, es un cuerpo que es otro cuerpo dependiendo el ángulo en que se mire. En ocasiones los reflejos son aspectos distintos de nosotros mismos, una visión que no es sana, se derrumba al momento en que la vista intenta cambiar de dirección; o es quizá una lengua harta de hablar y calla, silenciando no sólo los sonidos emitidos, sino también los ruidos de fuera por el cansancio de ser. Los poemas de este libro simulan un mapa corporal en que el poeta intenta descifrar cada parte de la piel, por qué las cicatrices en el cuerpo tienen un gusto distinto al momento de mirarlas, por qué los codos derechos son más importantes para la poesía que su vecino izquierdo. El cuerpo es un mapa, lo repito, cuyas líneas y tonalidades se desvían para formar otros objetos debajo de la epidermis. Estos poemas son un autorretrato de Luis Vicente de Aguinaga, su barco viajando por el atlas de su vida, desde el momento en que tuvo cinco o seis años, cuando escribió su primer poema o, a los nueve, descubrir ser bizco —aunque no todo el tiempo— y contárselo a su padre. Estos recuerdos momentáneos convertidos en palabras duran “mucho más / que un / momento”, porque “lo que ayer / todavía / era todo // ya no es nada”. Este mapa es conocimiento de uno mismo, nuestras dolencias, conocer cuántas palpitaciones por minuto tiene el corazón o cuántos pasos damos durante un día, el olor de la muñeca al traer reloj, cómo se ve la barba al dejarla unos días. Luis Vicente de Aguinaga conoce su cuerpo y por eso lo escribe, pero el saber no lo es todo y por eso escribe; la escritura, para el poeta, no lo es todo y por eso la escribe Aguinaga, porque los callos de sus dedos saben más que la mente del poeta porque son ellos quienes escriben sus poemas; este conocimiento sugiere en Desviación vertical disociada una mirada hacia uno mismo, cómo somos, qué tenemos o qué nos hace falta, o reconocer que somos alguien completamente normal cuyos acontecimientos personales, más allá de sus desviaciones, son unas líneas paralelas que se dirigen a un punto en particular: a un edificio habitado por extraños.