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DORALI ABARCA
Desde el encierro pandémico comencé a deslizar el dedo por la pantalla más de lo que había hecho nunca. TikTok, esa extraña mezcla entre distracción y necesidad, se convirtió en mi dosis diaria. Al principio eran tips: rutinas de belleza, recetas saludables en videos de un minuto, cápsulas de productividad, frases motivacionales que aseguraban la autorrealización si tan solo lograbas levantarte a las cinco de la mañana. Era el 2020 y, entre la desesperanza del encierro y el fastidio compartido con mi familia, encontraba algo de alivio en ese desfile de imágenes.
Cada noche me sumergía una hora o más en esa aplicación. Observaba cómo personas de mi edad se compraban casas lujosas con solo mantener cifras en sus perfiles. Las mismas cifras que el gobierno arrojaba a diario: número de muertos, número de camas ocupadas, número de infectados. Todo eran números. Las redes, el mercado con mi madre, las conversaciones casuales en el puesto de tacos familiar… todo giraba en torno a estadísticas. Como si la vida pudiera reducirse a una gráfica.
Nunca antes una red me había absorbido así. Facebook e Instagram me parecían comprensibles, lentas incluso. Pero TikTok fue otra cosa. Como una máquina de imágenes insertadas directo al sistema nervioso, me transformó en espectadora de vidas perfectas. Cada deslizar era una microfantasía: la casa propia, el cuerpo deseado, el trabajo soñado. Una cadena de espejismos. Y yo, desde un iPhone de segunda mano que compré con la beca de Jóvenes Construyendo el Futuro, miraba. Miraba y deseaba. Deseaba sin saber bien qué.
“En el capitalismo tardío, el sujeto es a la vez el amo y el esclavo”, resonaba en mi cabeza. Me autoimponía horarios, rutinas, metas, y cuando fallaba, la culpa era solo mía. Nadie me lo exigía, pero yo lo hacía igual. El látigo era interno. Me disciplinaba con frases que flotaban en mi feed: “levántate a las 5 am”, “sé tu mejor versión”, “si no mejoras, retrocedes”. La violencia se me presentaba disfrazada de motivación.
Comencé a preguntarme por el origen de esta hipnosis colectiva. Y empecé a ver el vínculo: el deseo de no ver. Porque me dolía ver noticias, sí. Pero me dolía más la ceguera voluntaria. La decisión de no mirar para no enfermarse. Me parecía inhumano. Me parece inhumano. No puedo no ver. Me desvelo viendo videos de la hambruna en Gaza, de cuerpos ejecutados en México, de niñas desaparecidas, de desplazados, de crímenes sin responsables. Porque mirar también es una forma de existir. De no renunciar a estar. Porque vivo no solo en mi casa, sino en este país. Y en este mundo. Y no quiero anestesiarme para sobrevivir.
Me veo y pienso en cómo nos han hipnotizado y devuelto al mundo en burbujas de fantasías incumplidas. Cargamos con el peso de la culpa, con la psicología de máquinas vivientes expulsadas del ocio, condenadas a combatir un “no sé qué” que no cesa. No hay regreso a la colectividad, solo vigilancia camuflada de conexión. La alienación es norma. La meritocracia, una promesa rota. Una esperanza que nunca fue.
Entonces regreso a TikTok con un sentimiento de arrogancia por no cumplir con la rutina de levantarme a las 5 am, cuando ni siquiera puedo conciliar el sueño porque me desvelé viendo noticias de la hambruna que vive Gaza, de los sucesos ya sabidos sobre los campos de exterminio que el crimen organizado nunca ha escondido. Me desvelo entre noticieros… y me quedo pensando en el privilegio, en el verdadero privilegio en el que vivo: el de poder ver lo que sucede donde vivo. Porque no solo habito mi casa, ni mi ciudad. Habito este país y formo parte de este planeta, que se desmorona, que se desangra entre desigualdad, racismo y clasismo; entre cuerpos que importan y miles que ya no hacen falta.
Escucho a personas decir que ya no ven noticias para “no enfermarse”, para “no deprimirse”. No lo comprendo. Refugiarse tapándose los ojos me es inhumano, es ser cómplice, es doblegarse, es expulsarse como persona.
Entonces escribo. Escribo con furia, con angustia, con ternura. Porque la escritura es un acto de resistencia. Porque si no se dice, no existe. Porque nombrar lo que duele es enfrentarlo. Porque el silencio mata. Porque el lenguaje, como la memoria, no puede ser neutral. Porque el mundo está roto, y lo único que puedo hacer para no convertirme en cómplice es señalar con palabras lo que otros quieren borrar con fuego.
Y escribo también con rabia que:
De qué sirve el éxito, si se mata a costa.
De qué sirve la libertad, si no es entera.
De qué sirve la lluvia, si no es nuestra.
De qué sirve la paz, si no se mira.
De qué sirve la patria, doblegada.
De qué sirve el símbolo, si la guerra persigue. De qué sirve la justicia, si la injusticia triunfa. De qué sirven las fronteras, si se imponen con sangre. De qué sirve el futuro, si el presente se desgarra. De qué sirve la esperanza, si el miedo la consume. De qué sirve la historia, si se repite en tragedia. De qué sirve el grito, si nadie escucha.
De qué sirve el hogar, si es arrancado de raíz. De qué sirve la memoria, si se borra con violencia. De qué sirve el sol, si no ilumina parejo.
De qué sirve la voz, si se ahoga en el silencio. De qué sirve resistir, si el dolor es constante. De qué sirve vivir, si se niega el derecho.
De qué sirve el horizonte, si el cielo se cubre de humo. De qué sirve la lucha, si la paz no tiene lugar.