J. Luis Carvajal
Pensar la tradición poética posterior al canon lopezvelardeano requiere de coordenadas extrageográficas y extrapoéticas inusuales. Eso conjeturo tras leer a Daniel Bencomo, que nació y estudió ingeniería en San Luis Potosí, que vivió en Zacatecas y en Guadalajara, que se doctoró en Alemania como doctor en traducción poética y diseña black boxes con inteligencia artificial para traducir textos no literarios. Es un autor riguroso y tenaz, con lecturas amplias, muy sistemáticas, que cimientan su inclinación hacia los extremos más afásicos del lenguaje. Esta tendencia apenas se entrevé en su debut, Apuntes en el baño (2005) —cuya vena existencialista delata la influencia del poeta Félix Dauajare—, pero se vuelve evidente y radical en La mutación de lo en lo (Cuadrivio, México, 2018), donde Bencomo, “ataca la semántica con un rayo infrarrojo” y desestructura la sintaxis como un escultor que jugara con un lego infinito.
Muy sugerente me resultó su penúltimo libro, Alces, Rejkyavik (Libros Magenta, México, 2014), que propone una especie de ficción (a)geográfica narrada con un discurso (a)poético: un inexistente barrio, tierra de alces evocados, donde se ubica un hipotético edificio con seis habitaciones, pobladas por voces humanas, por fantasmas y por una especie de ruido, un “rumor tardío, ajeno a las horas, ofrecido a tu pensamiento”, como lo indica el epígrafe de Paul Celan. El proyecto remite a la abismal novela de George Perec La vida. Instrucciones de uso, que entremezcla las cien historias que ocurren en un edificio de cien habitaciones, y alude también a Rayuela de Julio Cortázar, por cuanto Bencomo propone una lectura múltiple: “En este libro aguardan, al menos, ocho trayectorias de lectura (…) además (de) todas las trayectorias nómadas que el lector decida emprender”.
No es ilógico que, en ese microcosmos, lo real se difracte, la percepción se altere, el sentido se desmenuce. Con frases sincopadas, sus versos contienen perturbadoras y translúcidas imágenes. Se entrevé un alba sin fin, por ejemplo, un Dios que “solito se roció con gasolina”, mientras se divisa a lo lejos “mucho carmesí, pura variación de adrenalina” y una realidad que “es una orca pintándose de cebra / cerca / el / amanecer”. ¿Qué indicio le queda al lector para absorber esa dislocación lingüística, cuando no se sabe quién habla, qué se percibe, qué se recuerda, qué se olvida? Queda si acaso el ritmo, matemático y machacón como el ritmo de Foals y su canción Spanish Sahara, cuyo estribillo resuena, I’m the fury in your head, en espacios poblados de confusión multifamiliar: “El interior F está vacío: mírala fluir como electrones, / mientras habla de Leng Tch’he y piensa en woks, / en altos estofados de un veneno intenso. Píxel desierto, ola / de cristal sin dirección”.
Como un viaje caleidoscópico, la poesía de Bencomo induce un estado alterado de consciencia, una confusión mental de ruido estático y destellos visuales, mapas urbanos, máquinas indelebles y pantallas que zumban, “un puño de nieve, de alces que mastican la experiencia”. Sólo entonces se manifiesta el Ser: el Dios que pasa por la ventana, con su disfraz de tiburón, y le advierte a quien lo lea: “Por tu culpa se pelearon tus padres / Por tu culpa aumenta la grasa en el hígado del mundo. / Por tu culpa el mar es veneno / de sulfato de cobre”. Más que simples poemas, Alces, Rejkyavik nos ofrece puertas que nos hacen tropezar, poema a poema, hasta caer al Absoluto. Un Absoluto sin sentido, una interferencia cósmica proveniente de Plutón o del apartamento vecino: la única inmanencia a la que podemos aspirar en estos tiempos, en estas coordenadas cósmicas, en medio de esta ruidosa, inmensa Nada.